¿Qué rastro queda de nuestras vidas?, si
acaso una sombra que desaparece al instante, en ese efímero momento en el que
aceleramos el paso. De ahí, que acaparar recuerdos sea tan difícil como reconstruir
nuestros sueños a través de unas sombras que se nos escapan de las manos cual
fugaz deseo. Solo de lo perdido es eso y mucho más, porque también podríamos
decir que los cuentos de este libro son lo más parecido a la encrucijada de los
deseos rotos, como rotos son también esos anhelos no cumplidos en un día de
Reyes. A pesar de todo, la vida es un regalo y, en cada uno de nosotros existe
la posibilidad –por muy pequeña que sea esta– de modelarla a nuestro modo y
manera. Castán se refugia en la melancolía más intensa para darle forma
a las múltiples existencias que crea, preñándolas de ojos imposibles, medias de
cristal, miradas perdidas… y esa última necesidad de poseer los deseos. Es por
eso que sus personajes siempre andan buscando lo imposible, esa nada que no
existe, pero que para los protagonistas de sus historias es lo más importante
de la vida; esa vida que transcurre en pequeños instantes como nos recordaba Paul
Bowles cuando nos decía:
“...todas las cosas ocurren solo un cierto número de veces, en realidad muy
pocas. ¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es
parte entrañable de tu ser y que no puedes concebir siquiera tu vida sin ella?
Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso...”.
La vida también es pérdida, sí.
Pérdida de aquellas tardes que, en nuestra adolescencia, consumimos persiguiendo
una luz que no existía, o que, en nuestra primera juventud se transformó en la
eterna búsqueda de la mágica sensación del primer beso. Todo, en definitiva, es
deseo y ensoñación, solo interrumpidas por una realidad que siempre es distinta
a como la soñamos y, que a partir de ese momento, se transforma en evocación;
evocación infinita…, porque como nos dice Castán en uno de sus relatos, es
mucho más importante la preparación de la cita que la cita en sí; el deseo
imaginado que el transmutado en realidad. Ese poder de transformación es uno de
los elementos que atenaza a los creadores, porque si bien es cierto que en
ocasiones se comportan como meros transcriptores de la realidad más cruda y
pueril, en otras, bajo la mirada del escritor todo deviene en intenso, lírico y
bello. A lo que habría que añadir que, en el caso de Castán, la derrota
deviene en belleza y, ese ímpetu, es el que se impone en la búsqueda de lo
imposible con una infinita fuerza que nos hace no rendirnos jamás, por muchas
veces que fracasemos en el intento. Esa desdicha cargada de lirismo, melancolía
y tristeza es la que fluye con una intensa maestría en cada relato de Castán
que, una vez más, nos hace retroceder sobre lo leído para disfrutar de las imágenes
que crea, o sobre los sentimientos y las sensaciones a las que da luz o
tiniebla, o sobre esa intrínseca necesidad en la búsqueda de la belleza tan
presente en su narrativa. La prosa de Castán es bella y sublime como
pocas, enterrada en las raíces de, por ejemplo,
Marguerite Duras, y esa musicalidad del amor que empuja y se
retira como una ola que nunca se cansa de batir su silueta en la misma playa.
Pero hay más, porque Castán es capaz de atrapar el
instante de aquellos momentos mágicos que nos regala la vida. No es necesario
que todo esté adornado con fuegos de artificio, porque una simple mirada o esa
evocación de la última luz de la tarde se revelan como únicas y poseedoras del
aliento de lo infinito, o de aquello que el tiempo no podrá borrar de nuestra
memoria por mucho que pasemos nuestra vida persiguiendo sombras; sombras que,
como los deseos rotos, nos arrastran hasta la última encrucijada que, para Castán,
muchas veces, tiene forma y alma de mujer, pero también de vida; la vida que
como una sombra se nos escapa de las manos.
Ángel Silvelo Gabriel.
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