El tiempo y la transformación del
miedo son, los inseparables compañeros de viaje, de esta visión esclarecedora y
lúcida de la reciente Historia de España, que se nos muestra oculta bajo la
biografía de los héroes o visionarios anónimos que, olvidados por la memoria
colectiva, deambulan perdidos a lo largo de esa oscuridad de la noche que es el
olvido. ¡Qué difícil es desprenderse de los traumas de los muertos que yacen
bajo un charco de sangre que se funde con la nieve!, sobre todo, si el
fallecido permanece con los ojos abiertos y, quien lo ve es el Comandante Arenas que, transmutado por
arte de la dramaturgia de Ignacio Amestoy en Dionisio
Ridruejo, no sale indemne de esas muertes, ni tampoco del frío y la
tragedia que supone morir lejos de casa y de una madre. El militar sucumbe ante
uno de los sentimientos más universales del hombre: el amor. Los viejos
ideales, en este caso, no caen derrotados, sino que se diluyen para convertirse
en otros, quizá más lúcidos, en los que las grandes palabras de la Revolución
Francesa renacen en la mente del nuevo hombre con la misma fuerza que antes fue
poblada por los mayúsculos dogmas de los totalitarismos. Dionisio Ridruejo, Una pasión
española es una intensa obra teatral de un teatro que se divide a la
vez en dramático y documental, a lo que hay que añadir, una gran carga política
e ideológica que nos sitúa sin ambages en el territorio del lirismo más negro
de la humanidad que, siempre en pos de los demás, nos somete al yugo opresor de
las tiranías. Ignacio Amestoy se presta, sin ningún pretexto, a esta
pública denuncia, y lo hace desde un punto de vista intelectual al que agrega
unas grandes dosis dramáticas que convierten a sus personajes en el símbolo
perfecto de esa dualidad humana capaz de lo peor y lo mejor. La gran carga de
simbolismo y esa majestuosidad iconográfica que se encuentra desplegada sobre un
escenario (donde el gimnasio es un perfecto campo de batalla que representa la
mayor de las derrotas humanas y su posterior redención), que se nos mete en
nuestros sentidos a ritmo de credos, glorias o caras al sol, donde ninguno de
ellos es casual, sino que conforman el popurrí sonoro de toda una forma de ver
y entender la vida; una vida en la que el gimnasio es la máxima representación
del esfuerzo, la disciplina y el orden; orden maldito, a veces.
Pérez de la Fuente, una
vez más, ha sabido traspasar la barrera de lo políticamente correcto a la hora
de concebir el montaje y la dirección de esta obra, pues se ha servido del
poder de los símbolos para amedrentar a nuestros plácidos sentidos antes de
entrar en la Sala del Centro Dramático Nacional
y, con ello, lograr trastocar a esa melancólica lucidez de la primavera que,
una vez dentro, se abate en un invierno frío y atronador que busca sin excusas
arrancarnos los axiomas que tenemos perdidos en nuestra memoria, para, primero,
resituarlos en el tiempo presente, y después, refundirlos de nuevo antes de
dejarlos reposar en el limbo de los tiempos. Un país que se precie de tal, debe
sumergirse en los lodos de su historia para intentar sacar algo de luz a su
horrores, con el único fin de que no se vuelvan a producir. Esa posibilidad
que, podríamos tildar de realismo mágico, es la que Ignacio Amestoy
proporciona a su Comandante Arenas
transmutado en un Dionisio Ridruejo visionario de los nuevos tiempos. Tiempos de
paz y democracia a los que solo les falta un nuevo líder que traspase la
frontera del pasado, pero que, esta vez, en el transcurrir de los días, formará
parte de los ahorcados en el tiempo.
El reparto de actores está a gran
altura, pero Ernesto Arias, en el papel del Comandante Arenas está soberbio e imponente, derrochando ternura y
crueldad, fuerza y pudor a partes iguales y, que encuentra en Paco
Lahoz como el General Castillo
a su prefecta sombra.
Ángel Silvelo Gabriel.
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