Una
de las ideas con las que uno se queda después de haber leído Los
últimos pasos de John Keats es la necesidad de tocar con las manos cada
uno de los escenarios donde se suceden los acontecimientos tristemente trágicos
de la novela, y así, convencerse de que aquello que ha leído no ha sido un
sueño. En esta historia de muerte que, por arte de la literatura, se transforma
en la más bella de las derrotas, subyace ese reflejo que marcha impreso a
nuestra piel desde que nacemos; el de nuestro propio óbito. Ese pecado
original, aquí se diluye en lo que podríamos denominar como un viaje a las entrañas
de la belleza, pues esa parece ser la clave a la que el autor de la novela por
un parte nos invita, y a la que sin duda, el poeta protagonista de esta
historia alude una y otra vez en su universo lírico. Poesía, arte y belleza
conforman, en este caso, un trío inseparable que marchan unidas a las páginas
de la novela Los últimos pasos de John Keats que alberga como un grito
cargado en el silencio esa necesidad última por llegar a las grietas del alma
humana; un lugar, donde la escritura transparente y visual de Ángel
Silvelo encuentra un espacio común con la exuberancia lírica ante el
dolor que manifiesta el poeta. Un espacio que además tiene una vertiente
física, y que se materializa a través de la ciudad de Roma, que se alza de una
forma mayestática sobre las ruinas de una vida, para así, ensalzar sobremanera
la condición humana, tanto pretérita como futura.
Pero,
¿dónde empieza todo? La primera imagen que el joven poeta británico tuvo de
Roma fue la de la Barcaccia de
Bernini, justo cuando se apeó del carruaje que le trasladó, junto a su amigo
Joseph Severn, desde Nápoles a Roma en varias etapas. Una vez posó sus pies en
suelo romano, no tuvo más que girar su cabeza para quedar deslumbrado ante la
escalinata que le proponía dos alternativas; una, la meta de su cúspide
culminada con un templo religioso (la iglesia de Trinità dei Monti); otra, el
inicio de su arranque en la fuente de la plaza (la barroca Fontana della Barcaccia). Sin embargo, su mermada salud le llevó
hasta una cima menos ambiciosa, pero no por ello exenta de sufrimiento: el
segundo piso de la Casina Rossa del número veintiséis de la Piazza di Spagna
(actual sede del Keats-Shelley Museo: www.keats-shelley-house.org), en
la que se había parado el carruaje.
Así,
la seducción entre el poeta y la ciudad se produjo sin necesidad de invocar a
los dioses, pues el ser humano a lo largo del tiempo, ya había dejado en la
ciudad huellas suficientes para que Keats marchara sin miedo por todas y cada
una de sus sendas. Aunque más allá del tiempo y sus reflejos, las huellas de
los últimos pasos de John Keats en la ciudad de Roma nos van a llevar
inexorablemente hasta el cementerio protestante de Campo Cestio, donde
descansan sus restos mortales. En este sentido, debemos apuntar que el entorno
de la tumba en la actualidad no se corresponde con el inicial, pues Keats
reposó en solitario con la sola compañía de las margaritas que el doctor James
Clark mandó plantar sobre su tumba, tal y como era el deseo del poeta. Un poco
más tarde se unieron a él, en su parte posterior, las cenizas de Percy Besshey
Shelley, trágicamente fallecido al año siguiente en un velero que naufragó en
plena tormenta en la costa de la Toscana, y que, como según cuentan, llevaba en
el bolsillo el último libro de poemas publicado por John Keats, Lamia y otros poemas. Tampoco podemos
obviar que Shelley, a la muerte de Keats, le compuso el poemario titulado Adonais, donde se recogen versos tan
hermosos como estos: «Ve a Roma… a la vez el Paraíso, / la tumba, la ciudad y
el desierto; / donde sus ruinas como destruidas montañas se alzan,…» e incluso
describió la sensación que le transmitió el camposanto: «el cementerio es un
espacio abierto entre las ruinas, y en invierno lo cubren violetas y margaritas
que se mezclan con las frescas hierbas. Es un lugar tan hermoso que lo hacen a
uno enamorarse de la muerte, al pensar que podría estar enterrado en sitio tan
hermoso». A ellos, se uniría Joseph Severn cincuenta y ocho años más tarde.
Ángel Silvelo Gabriel
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