Hace ya mucho, mucho tiempo, llegó Deacon Blue a una ciudad del sur de Europa llamada Madrid. Eran un grupo musical de jóvenes escoceses que hacían un pop directo, entrañable y con tintes épicos, como sólo saben hacerlo los jóvenes escoceses cuando perdidos en la inmensidad del verde de sus praderas cogen una guitarra, un bajo y una batería. Hasta aquí nada memorable. Sin embargo, el recuerdo se convierte en un arma homicida cuando las piezas sueltas del puzzle (a modo de juego del tiempo), se empeñan en encajar para de repente aparecer en él las figuras de él y de ella. Él, Ricky Ross, a la sazón vocalista y líder del grupo. Ella, Lorraine McIntosh, vocalista, coros y voz portentosa e infinita. Él, llenando el escenario con su cabellera rubia y su particular raya en el centro de su pelo que no para de bailar al ritmo que él mismo le proporciona. Ella, tímida y como en segundo plano sobre el escenario, hasta que la chispa prende el fuego de la pasión y las miradas, para compenetrarse en un mágico juego de voces que se aman sin tocarse. Allí, sobre un escenario de un local que empezó siendo un cine en una bocacalle de la Gran Vía y que el paso del tiempo (a modo de juego suicida) borró para no dejar rastro ni del local de conciertos que albergó durante una temporada. Allí, sobre esas tablas que ya sabían que desaparecerían para convertirse en fantasmas de su propia leyenda, irrumpieron Deacon Blue para conjurarse con el paso del tiempo. La voz de ella no paraba de invitarnos a ser espectadores de un simpar juego de tira y afloja, de miradas profundas y sonrisas nerviosas, que se fundían en una perfecta combinación con su pelo a lo Robert Smith y la profundidad de sus ojos del norte, que nos incitaban a caer sobre ellos sin protestar.
Deacon Blue, y el amor concebido como un puro linaje entre la música y la palabra, dejaron sembrada la platea del local de imágenes con las que poder soñar una vez fuera del mismo. El mensaje estaba claro, cuando salgas de aquí sigue jugando a amar. Hasta que llegara ese momento, Ricky no paró de invitar a Lorraine al juego del amor bajo la cúpula de las notas musicales de unas canciones que los hicieron grandes e imprescindibles en los años ochenta por toda Europa, incluso en una ciudad del sur llamada Madrid, que como sabia bruja del paso tiempo, ha borrado de su perfil todas las huellas de un pasado donde los jóvenes que la visitaban para tocar en locales sin nombre, jugaban a amar, mientras los asistentes a tales lecciones amatorias aprendían el ritmo y la tensión que toda buena historia de amor que se precie debe tener. Unos y otros soñaban en convertirse en héroes de su particular batalla existencial y amorosa, pero por mucho que se apasionaran en ese momento, sólo el paso del tiempo lograría decirles si lo habrían conseguido. Ricky y Lorraine no lo consiguieron y se perdieron en los vericuetos de ese tortuoso camino, pero otros que tuvimos el placer de verles aquella noche, sí.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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