Apenas la primera luz de la
mañana ilumina la apacible silueta de la desembocadura del Tajo, se cierne
sobre Lisboa la sombra de la nostalgia que, en esa incierta hora del día, se
tiñe de melancolía en forma de un majestuoso poder de evocación. Lisboa, ciudad
del fado, la tristeza y la nostalgia, es también el lugar perfecto para soñar las
mil y una maneras de vivir otras vidas y de ser otro. Vivir hacia afuera,
mirándonos desde ese otro yo, podría ser un magnífico lema para definirla, tal
y como intentó hacer Fernando Pessoa a lo largo de su vida a través de los diferentes confines de la ciudad que, diseminados en un glosario de placas, dibujos, estatuas y anuncios, se encargan de que no olvidemos por qué el espíritu de Pessoa, el hombre que casi siempre quiso ser otro a través de sus múltiples heterónimos, se cierne como una tenue neblina sobre cada piedra de la milenaria ciudad lisboeta. Como él mismo decía en su poema Autopsicografía: "el poeta es un fingidor./ Finge tan completamente/ que hasta finge que es dolor/ el dolor que en verdad siente". Y esa sombra evocadora que lo inunda todo, en esta otra ciudad de las siete colinas, hace posible que finjamos ser quienes no somos.
No hace falta sino abrir por cualquiera
de sus páginas su magistral Libro del desasosiego, para darnos
cuenta que estamos ante un autor y una obra que se nos muestra como una fuente
inagotable de sensaciones, inquietudes, y formas de ser y estar ante el mundo y
la vida muy distintas a las habituales (un ejemplo: "el corazón, si pudiese pensar, se pararía"), pues no se
nos debe olvidar que Pessoa es un maestro de la paradoja
llevada al paroxismo. Esa infinitud literaria es el mejor reflejo del alma de Pessoa,
a pesar que lo escribiera su semi-heterónimo Bernardo Soares, su otro yo más cercano al auténtico espíritu
pesoano. Como toda obra de un artista completo que, se caracteriza por el caos
que sobre ella le producen los múltiples arranques y paradas creativas que la
acechan, el Libro del desasosiego está compuesto por más de quinientos
fragmentos que se resisten, como la propia vida, a ser ordenados, coexistiendo
en un desgobierno literario y existencial que le ha dado a su autor fama
mundial, y a poco que uno pasee por la ciudad donde desemboca el Tajo, sabe que,
esa esencia que se respira en sus páginas, es el mejor reflejo del alma de los
lisboetas, así como el mayor reclamo de la cultura portuguesa en la actualidad
(si exceptuamos a la cantante de fados Amália Rodrigues, auténtico ídolo
nacional), porque nadie mejor que el más universal de los poetas portugueses,
encarna hoy en día el emblema de una cultura lusitana que se incardina en el
sentir popular a través de los helados, los licores o cualquier otro objeto de
consumo, como mejor referencia de ofrecer y vender la esencia portuguesa; y lo
hace en un proceso natural que convierte a su figura en una simpar gracia de
silenciosa omnipresencia... “No soy
nada./ Nunca seré nada./ No puedo querer ser nada./ Aparte de esto, tengo en mí
todos los sueños del mundo (Extracto del poema Tabaquería), como una nueva muestra de ese gusto del autor por
el fingimiento y la paradoja.
Esa capacidad para desdoblarse en
otro no es ajena a los escritores, pues aunque en mayor o menor medida doten a
sus obras de sentimientos y sensaciones propias o de experiencias vividas o
escuchadas, por y de otros, llega un momento en el que los personajes y la
trama toman cuerpo por sí mismas, hasta convertirse en entes propios y podríamos
decir que independientes del autor que las escribe. Sin embargo, en el caso de Pessoa
estamos ante otra forma de ser otro, pues sus heterónimos, sobre todo aquellos
más importantes, son algo más que personajes de una novela para convertirse en
partes del alma del autor e identidades con vida propia, como si Pessoa
no fuera uno sino muchos otros a la vez. Esa capacidad de desdoble o abatimiento
en otros, no nos debe de extrañar tanto si fuésemos conocedores de los
pormenores de su vida solitaria (casi de ermitaño) en habitaciones alquiladas y
comedores baratos. Con una referencia a este tipo de establecimientos comienza el
Libro
del desasosiego: “Hay en Lisboa
unos pocos restaurantes o casas de comidas en los que, encima de una tienda de
hechuras de taberna decante, se alza un entresuelo que tiene el aspecto casero
y pesado de un restaurante de ciudad pequeña sin tren”. A lo que habría que
añadir, su inclinación por la astrología (algo que se pone de manifiesto en la
recreación que de su habitación existe en la que fuera su última casa, hoy
reconvertida en la Fundación Fernando Pessoa),
o incluso cuando ejerció de médium. Esa necesidad de trasladarse fuera de sí
mismo, es la principal característica del enigma que rodea a todos los estudios
sobre su vida y su obra, que ni siquiera fue interrumpida por Ofélia
Queiroz (fruto de esta relación existe una amplia correspondencia
epistolar entre ambos que recientemente ha sido publicada en España), que se
cansó de sus continuas extravagancias: “Toda
mi vida gira en torno a la literatura, buena o mala, lo que sea, lo que pueda
ser. Todos (…) tiene que convencerse de que soy así, de que exigirme
sentimientos –que considero muy dignos dicho sea de paso. De un hombre común y
corriente es como exigirme que sea rubio y con los ojos azules”.
Pessoa dedicó su vida a
crear (“vivir no es necesario, lo que es
necesario es crear”, dejó dicho en el poema Navegar é Preciso), y
tanto es así, que sólo trabajaba dos días al semana como traductor, o como él
dejó dicho en una nota autobiográfica: “corresponsal
extranjero de casas comerciales”, dedicando el resto de los días a escribir,
lo que hacía sumido en un caos… su propio caos, pues nada más tenemos que
asomarnos a los fragmentos que componen el Libro del desasosiego para darnos
cuenta de ello, y de que era un hombre entregado a sus sentimientos más
profundos y a ese último deber intelectual que gobernaba su vida: “tengo el deber de encerrarme en la casa de mi
espíritu y trabajar cuanto pueda y en todo cuanto pueda para el progreso de la
civilización y el ensanchamiento de la conciencia de la humanidad”. Nada,
por tanto, distrajo a su espíritu de ese deber último que fue la literatura; un
esfuerzo que, sin embargo, y como suele ocurrir en demasiadas ocasiones, no le
fue concedido en forma de reconocimiento sino después de su muerte cuando han
salido a la luz buena parte de sus escritos y composiciones. A partir del
conocimiento de su obra, en la actualidad los críticos le consideran el poeta
portugués más importante del siglo XX. Un reconocimiento que el estado portugués
materializó cincuenta años después de su muerte con el traslado de sus restos
al claustro del Monasterio de los Jerónimos de Belém, donde descansa al lado de
otros grandes e ilustres personajes de la historia portuguesa. Una gloria, a la
que el pueblo portugués rinde homenaje casi en cada esquina, en cada puerta, en
cada frase con la que intentan inmortalizar la vida, su propia vida a través de
otro. No en vano su último texto dice: “no
sé lo que traerá el mañana…”
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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