Cuando acabe el invierno, el
dolor habrá partido para siempre, pero no su recuerdo, y entonces, será el
momento de seguir las coordenadas de la otra vida, aquella que surge después de
la muerte de un ser querido, quizá el más querido. A veces, la entrega total en
el amor nos explota en la cara de los sentimientos cuando nos la decapitan en
la soledad de la espera del ser amado. Los grandes ideales y las guerras de la
primera mitad del siglo XX fueron las grandes mutiladoras de una multitud de
pequeñas historias humanas que, por su culpa, se quedaron inconclusas y sin
capacidad para volver a ser continuadas. Lo abstracto se impuso sobre lo
concreto. Axioma atroz que se revela como una de las mayores aberraciones de
las que el ser humano es capaz, pues vence al amor y a los recuerdos; esas
sensaciones que no necesitan más que del néctar de la vida para alimentarse.
Esa vida, la primera... la más auténtica, y que a veces, hasta somos capaces de
elegir, y que por ello, nos hace felices. ¿Acaso cabe mayor felicidad que la de
la libertad que, como una brisa, nos alimenta el alma de sonidos vírgenes y
puros?
Cuando acabe el invierno
es la narración de lo concreto, de esas sensaciones que nos llevan a encargar
unos guantes únicos, cuyo mayor valor es que son de una piel tan fina que se
difuminan con la verdadera, para así no hacernos más daño, pero que sólo
nosotros sabemos que están ahí como escudo que nos defiende del exterior. Esa
segunda piel será de la que nos iremos desprendiendo en el camino del sufrimiento
que todo ser humano necesita recorrer para intentar darle una nueva oportunidad
a su alma. Y como no, Cuando acabe el invierno es la mejor
metáfora para expresar los sentimientos de transformación de las otras mujeres
que anidaron dentro de Mary Ann Clark hasta que surgió la
nueva Mary; una mujer que, de cara al
mundo, ya estaba dispuesta a amar otra vez, pero nunca a pasar página. En esta
senda de disecciones a sangre fría, Virginia Woolf será su lectura de
cabecera, y con ella, la exploración de un feminismo todavía inocente, pero
crudo como la carne recién diseccionada en un matadero, que será la herramienta
perfecta para lavar las heridas de la sinrazón que provoca la muerte; la muerte
como ausencia, reproche y reivindicación de un espacio propio, el de la
protagonista en la vida junto a su amado, Saul,
pero también, el lugar del que a la fuerza debemos partir en busca de una nueva
vida. Para ello, primero tendremos que vaciar la mochila de los viejos códigos
que ya no nos van a funcionar, para más tarde, poder cargarla con los nuevos
símbolos que compondrán nuestro futuro.
Cuando acabe el invierno
es un tour de force sobre los
recuerdos en la parte final de la vida de Mary Ann Clarke, una etapa en la que
ya no nos hace falta justificarnos, y en las que las huellas del viento del
tiempo son tan pronunciadas por dentro como por fuera. En ese instante en el
que ya no engañamos a nadie, ni siquiera a nosotros mismos, es cuando desnudamos el alma sobre la mesa de
los recuerdos; y en este caso, la escritora neoyorquina lo hace con un lirismo
sublime y una prosa poética que te invita a leer una y otra vez las imágenes y
sensaciones que es capaz de crear con las palabras: "En las playas azotadas por el viento había restos de otras vidas
que había lanzado el mar hasta allí: con su pequeñez mostraban vidas también
pequeñas quizá, pero había en ello algo que me ponía melancólica, pues me recordaban
también a la muerte de mis padres en aquel barco bombardeado por los alemanes
durante la guerra... El mar embravecido, sin embargo, me calmaba, y me consolaba
de un modo que antes no había conocido. Más aún que las montañas y su muy distinta
inmensidad.". Tan sublime es el estilo como desgarradora es la
historia, pero es en esa capacidad de arrebato sensorial donde Mary
Ann Clarke sale victoriosa, del mismo modo que ya hizo en esa pequeña
joya literaria llamada Biblioteca de verano. Aquí asistimos
a una literatura que no está de moda, diferente si se quiere, aunque más bien
habría que concluir que verdadera como la más auténticas de las formas de
expresión, de ahí, que haya que felicitar de nuevo a Editorial Periférica por seguir
publicando a contracorriente libros verdaderos, cortos pero intensos, y cuya característica
principal es que su prosa es de aquellas que siempre te dejarán huella más allá
del autoritario paso del tiempo, y si no se lo creen, léanse El
niño perdido de Thomas Wolfe para darse cuenta de lo que digo.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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