El horizonte que divide la tierra
del cielo; el campo, las cosechas, los árboles y los frutos de un terreno delineado
por un arado milenario. Todos ellos elementos inamovibles al paso del tiempo, y
que en este caso, aparte de servir de cortinilla entre las diferentes escenas
de la película, por sí mismos representan la cualidad que de perpetuidad tiene
la naturaleza sobre lo efímero del ser humano. Este imperceptible detalle, para
gran parte de los espectadores, es lo que pone en valor a esta película sobre
la obra dramática de Tracy Letts de la que nace. Llevar
al cine una obra de teatro no es fácil, sobre todo, a la hora de elegir las
escenas y un guión que no adolezca de la inmovilidad escénica de éste, pero gracias
a este detalle, su director, John Wells, nos ofrece la
posibilidad de disfrutar de un espacio de libertad más allá de la oscura y
asfixiante casa de los Weston, y con ello, somos plenamente conscientes de
nuestro espacio en el mundo, por mucho que nos creamos dioses dentro de nuestra
propia casa. Por muy émulos que nos creamos de Dios, nada de lo que hagamos a
lo largo de nuestras vidas será tan duradero al paso del tiempo como el sol que
vemos cada mañana o la hierba que crece en la pradera cada primavera. Esa
mezquindad teñida de orgullo con la que intentamos disfrazar de oropeles nuestras
oscuras y mediocre vidas, son sin embargo, las herramientas de las que nos
servimos para cavar día a día nuestro propio agujero (agujeros de gusano). De
ahí parte nuestro gran error, creernos inmortales sin serlo, por mucho que nos
adornemos con una fuerte personalidad capaz de derribar a todo y a todos,
excepto a la muerte.
La valentía ante el fracaso
inunda muchos de los renglones de los más grandes autores de todos los tiempos,
de ahí, que no nos resulte extraño que los matices literarios estén presentes
en esta cinta desde el principio, cuando Sam Sephard nos dice: "la vida es muy larga…" (T.
S. Eliot) No soy la primera
persona en pensarlo. Ni la primera persona en decirlo. Es absoluta y
condenadamente cierto. Con esa cita tan apocalíptica como certera, se nos
pone en antecedentes para lo que nos espera. La derrota que tan bien retratan
autores dramáticos como Tennessee Williams, Eugene O'Neill o Arthur
Miller se da cita una vez más delante de la pantalla y de nuestras
narices. Una proclamación de guerra, en la que el calor asfixiante del medio
oeste y sus rancias tradiciones son el corsé necesario de una acción que se
desenvuelve a la perfección en los límites de una tragicomedia muy cercana a la
vida real. No hace falta sino acercarse con detenimiento a cada uno de los
personajes, para ver reflejados en ellos a padres, hermanos, primos o tíos. En
este sentido, la película se une al grito de André Gide cuando nos
dijo eso de: "familia os odio",
pues cada uno de los personajes que se dan cita en el funeral de Beverly Weston (Sam Sephard), necesitará
huir a su manera de ese embrión tan dañino que a veces se conforma entorno al
núcleo familiar. Todo acaba derrumbándose en esta guerra fratricida de secretos
descubiertos a destiempo, salvo el entorno que, como un ojo que todo lo ve, es
el último refugio del alma humana de aquellos personajes que necesitan de la
libertad para poder seguir respirando; un matiz del todo contradictorio si
tenemos en cuenta el entorno en el que se desenvuelve la acción, pues nada más
abrir la puerta del oscuro y asfixiante hogar de los Weston, nos damos de bruces
con el infinito que representa el más limpio de los horizontes.
Agosto, Condado de Osange
es una buena adaptación cinematográfica de una gran obra de teatro; un drama
que una vez más ensalza la labor actoral de un magnífico elenco de personajes a
los que dan vida Meryl Streep, Julia Roberts, Ewan McGregor, Benedict Cumberbatch,
Abigail Breslin, Juliette Lewis, Dermot Mulroney, Chris Cooper, Margo
Martindale, Julianne Nicholson, Misty Upham y Sam Shepard. A cada cual
mejor en sus diferentes papeles, aunque como ocurre casi siempre, quienes se
llevan el más grande honor sean los protagonistas; un duelo que en este caso
corre a cargo de Julia Roberts (comedida y solvente en todo momento) y Meryl
Streep, quizá, la gran dama del cine actual, con capacidad suficiente para
ponerte en pie al final de cada una de sus actuaciones como antaño lo hicieran
sólo las más grandes, y baste citar como ejemplo a: Bette Davis, Elizabeth Taylor o
Rita Hayworth. Sólo cabe decir que está cercana a lo sublime en cada
uno de sus gestos, miradas y arranques de mal genio y reproches; un gran dominio
de lo que es y lo que significa el oficio de actor; una cualidad que sólo está
al alcance de unos pocos.
Agosto, Condado de Osange
es la versión moderna de un crepúsculo, pero no el de los dioses, sino el de
unos seres humanos fracasados y derrotados por la vida y por sí mismos, que
incapaces de reponerse ante la plenitud del día a día, dejan pasar el tiempo en
ese medio tiempo gris que sólo encuentra un hálito de esperanza en el reproche
y la descalificación, es decir, en la cara más oculta del ser humano, capaz de
lo mejor, pero también de lo peor; algo que suele ocurrir cuando de repente el
destino nos sitúa en la encrucijada que representan los apretados y asfixiantes
lazos de la muerte. Lo que casi sin pensarlo nos lleva a preguntarnos: ¿y ahora
qué?
Ángel Silvelo Gabriel.
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