Excesiva, exagerada, excelsa, extraordinaria...,
majestuosa, maravillosa, maquiavélica, morbosa, son el skyline de esta búsqueda de la felicidad que no necesita de la
moral para sustentarse, aunque esa también podría ser otra forma de titular la
reseña de esta película. Hilarante, tragicómica y egoísta, pero a la vez
fílmicamente brillante, divertida y única, son también calificativos que
encajan a la perfección con este símil de gángsters con trajes de rayas, verborrea
de vendedores profesionales y cables de teléfono con los que acabar de asfixiar
la débil muralla que aísla el sueño de la codicia de sus potenciales clientes. Esta
es la excusa perfecta que Martin Scorsese utiliza para subirse
a uno de los caballos de la apocalipsis durante tres horas y mostrarnos en un
majestuoso e infinito travelling la forma de ver y entender la vida y el mundo
por una gran mayoría de la sociedad actual. Su protagonista, el lobo de las
finanzas, Jordan Belfort, es la
representación material de muchos de los sueños de todos aquellos que fundan su
vida en una perpetua carrera en la que los oscuros méritos de una falsa gloria
son el leitmotiv de sus días sobre la
faz de la tierra. El dinero una vez más se convierte en el tótem a adorar. Sin
embargo, si ese fuera el único fundamento de El lobo de Wall Street no
merecería la pena perder ni un solo minuto en verla, pero el acierto de Scorsese
es filmar el ascenso y caída de un selfman
prototípico del sueño americano desde el punto de vista opuesto. No hay moral y
por tanto no hay pecado, porque ese axioma es sin duda uno de los grandes arrebatos
del hombre actual que ahora nos traen las actuales penas por mucho que siempre
busquemos sustentarnos únicamente en los fundamentos macroeconómicos y
olvidemos el resto, es decir, ese otro axioma incontestable que es el que el
ser humano es corrupto por naturaleza. Y Scorsese lo sabe a la perfección o
se da cuenta que esa grieta por la que debe atacar, quizá su último gran
proyecto cinematográfico. Y se echa la manta a la cabeza y nos brinda una de sus
mejores películas bajo el inigualable escaparate de la sonrisa perfecta y la
luminosidad de los ojos azules de un sublime Leonardo Dicaprio, que de
nuevo aparece tocado por la varita mágica de la genialidad interpretativa; una
luz que, por ejemplo, ya exhibe en El Gran Gatsby, aunque aquí la
melancolía se transforma en codicia.
Esta historia de ascenso y caída
como epopeya de las más bajas pasiones de la naturaleza humana se sustenta en
algo tan sencillo como la capacidad de convicción oral que el ser humano posee
sobre su semejante. Algo en apariencia tan inofensivo como la frase: ¡véndeme este bolígrafo! (que aparece al
menos dos veces durante la película, es capaz de convertirse en el arma más
mortífera en los confines de una mente privilegiada como sin duda es la de Jordan Belfort, cuyo retrato de la
puerta de atrás de Wall Street tan bien retrata el gran Martin Scorsese en esta
película, pues ahí también se halla otro de los aciertos del film, pues en vez
de presentarnos a los grandes tiburones de las finanzas, su cámara se para en
un hombre que sube a lo más alto vendiendo acciones de a dólar, eso sí, con un
beneficio del 50%, lo que sin duda, le llevó a plantearse de nuevo su
estrategia y confiar en sus dotes de vendedor para lograr engañar a esa gran
cantidad de norteamericanos paletos de la América profunda que se sienten
importantes ante la llamada de un bróker de Nueva York y les confían sus
ahorros con los ojos cerrados (nada extraño si nos paramos a pensar en el
negocio de los sellos en España). Lo que unido a esa gran sentencia del propio Belfort donde nos dice eso de: “el dinero te hace mejor persona”, para completar
todos los mimbres necesarios para entretejer una historia de excesos y bajas
pasiones, donde la libertad a la hora de filmarla juega un papel fundamental, y
que Scorsese
modela a la perfección cual escultor talla una gran masa amorfa de
mármol a la que hay que extraer el alma que lleva dentro. La capacidad de
mostrar sin más, huyendo de moralismos recalcitrantes, hace sin duda que
disfrutemos de su largo metraje y de esa inconsciencia tragicómica de los
sueños, donde nunca somos del todo conscientes de lo que nos ha ocurrido hasta
que no nos hemos despertado. El despertar de El lobo de Wall Street
también es lento y por capítulos, lo que es un nuevo pro de la película, porque
es en la vertiente descendente de esta búsqueda errónea de la felicidad, donde
se nos enseña lo que queda cuando se apagan las luces de la pista de baile.
La sociedad Scorsese-Dicaprio, una
vez más, funciona a la perfección y se convierten en la pareja de baile
perfecta de este vals de los cisnes que deviene en los oscuros méritos de una
falsa gloria, la del dinero por el dinero sin más.
Ángel Silvelo Gabriel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario