Directos y reivindicativos,
intensos y convincentes, envolventes y entregados, así salieron Vetusta
Morla el pasado sábado 31 de mayo al escenario de La Riviera en Madrid.
Un ruedo en el que parecía que estaban tomando la alternativa, pues, una vez
más, se vaciaron al máximo sin dejar una gota de su esencia y su música en los
camerinos. La presencia de la que hacen gala, Vetusta Morla, sobre los
escenarios, es tan impactante como demoledora, y se sustenta en ese huracán
sonoro del que se dotan a la hora de interpretar sus temas en directo, con un Pucho
en plan maestro de ceremonias que nos deja sin aliento en cada una de sus interpretaciones,
pues lo da todo cual guerrero antes de morir. Además, ahora, se hace acompañar
de unos movimientos muy a lo León Larregui, que no hacen sino
aumentar la sombra de su pedestal. Una cobertura musical, la del grupo
madrileño, que se complementa con una concepción estética que, aunque en apariencia
nos parezca sencilla, es tan efectiva y demoledora como su música, y más que
eso, porque define muy bien el concepto global que Vetusta Morla da a sus
directos. Ellos sí son conscientes de la importancia de sus conciertos, y por
ello, no dejan ningún detalle al margen. Los
coleccionistas de sueños reinan en lo más alto del indie, y ellos lo saben,
de ahí que su nombre y su música ya vayan anexos a otros muchos conceptos que
sobrepasan lo estrictamente musical, como por otra parte, ya hicieron otros
grupos con anterioridad, aunque bien es cierto que en este ámbito, los
anglosajones se llevan la palma a la hora de acumular movimientos musicales
que, en el caso de los Vetusta,
podríamos denominar: “hay esperanza en la
deriva”, cual rayo de luz en mitad de las tinieblas.
El concierto de La Riviera se
forjo a través de veintidós cañonazos, en los que cada canción se comportó como si fueran las entrañas de un
animal portentoso y oscuro que nos atrapa para no soltarnos. Esa energía es,
sin duda, lo más parecido a un duende que nos ronda los sentidos desde que
comenzamos a escuchar La deriva y su
sonido envolvente, y que continuó al sonar las primeras notas de Fuego, con un escenario inundado de una
potente luz roja mientras que los seguidores del grupo cantan, al unísono y al
completo, la letra de este himno con Pucho, que hasta el cuarto tema no
se dirigió al público para decirles eso de: ¡Buenas
noches, Madrid y gracias por acompañarnos! En primer lugar, queremos
agradeceros la confianza que le disteis al disco cuando todavía no había salido
publicado… y hoy os queremos devolver esa confianza. Una voz, que se
convierte en coro, cuando Pucho pregunta eso de: ¿qué haríais si al despertar hubiese un
insecto en la pared?, y así una canción tras otra, con un público tan
entregado como el grupo, en el que no asomaba ninguna muestra de desaliento por
mucho que el frontman de Tres Cantos
les dijese eso de: “no era yo el que
viste caer” mientras unas luces de emergencia se adueñaban de las tablas
del escenario.
Poco a poco sonaron, entre otros temas, Cuarteles de invierno o Maldita dulzura, con el que desaparece el
telón del fondo, para de esa forma, dejar al descubierto la gran pantalla de
leds donde se reproducen múltiples imágenes. Momento en el que La Riviera se
funde en una sola voz: “hablemos de polvo
y herida, de lo que quieras pero hablemos, de todo menos del tiempo… hablemos
para no morirnos”. Una proclama que deviene en puro combate cuando en la
siguiente canción nos dice: “la misma
pared, el mismo folio en blanco, las cartas de amor del banco”. Y casi sin
darnos cuenta llegamos a un leve respiro cuando Pucho se enrosca en sí
mismo antes de decirnos: quiero dedicar
esta siguiente canción para los que por unos u otros motivos se han quedado sin
casa y para aquellas lágrimas que no aparecen en las pantallas… “alto, he visto
llegar a cientos de soldados… tienen un encargo”. A continuación, Copenhague y Las salas de espera suenan
fundidas, y las sigue Valiente, a un ritmo
casi de blues con las cuerdas de las guitarras como protagonistas: “tras de ti una escena y mil… yo no voy a
ayudar lo mejor o peor… hago lo que yo hago”, y Pucho se para y la gente
canta y rompe definitivamente el tema en un salto colectivo infinito y
enloquecido al grito de: “ser valiente no
es solo cuestión de suerte”.
Esta especie de delirio se trastoca cuando suena Tour de France, pero sin embargo,
vuelve a profundizarse cuando se empiezan a escuchar las notas de La cuadratura del círculo: “he pintado otras veces tu habitación, no me
convence este color… Buenos Aires, Argentina, no llores”. Y suena tan
estirada y atmosférica que casi no se la reconoce respecto a la versión
original, pues esta vez se transforma en una tormenta psicodélica de una intensidad
sin igual. ¡Nos vamos, Madrid!, nos
anuncia Pucho tan desenfrenado como el público y bañado en sudor: “y los anfitriones piden taxis… los
periodistas tratan de… serán testigos presenciales”, “y fuera no hay nadie, no el
sheriff ni el alcalde”. Letra de Fiesta
mayor que, sobre el escenario, es pura adrenalina, y un bosque de palmas
arriba con Pucho exhausto.
Antes de comenzar con el primer bis, el público corea un interminable “lo, lo, lo… la, la, la” con las palmas todavía
arriba, hasta que suenan las notas de Una
sonata fantasma: “dan las seis, marcos, tazas, niebla en el café, frío en los pies,
briznas de polvo lunar” que empieza muy tranquila hasta que se rompe en una
calma tensa que planea sobre los asistentes como una lluvia de deseos. Y de ahí,
pasamos a Sálvese quien pueda: “puedo
volver, puedo callar, puedo… hay tanto idiota ahí fuera” una versión
distinta a la que conocíamos, con unos teclados psicodélicos como protagonistas,
a los que se le unen unos ecos distorsionados. En definitiva, un
precalentamiento para lo que se avecinaba: “voy
a hacer inventarios de pánico… no hay dolor, no hay dolor”. Ritmos tribales
los de El hombre del saco, que
atraviesan los corazones de los fans para convertirse en un rap en el turno de
los largos agradecimientos, excusa para regresar a ese concepto de deriva: “hay derivas… hay que volar, hay que soltar,
sin miedo, sin miedo… no hay miedo... hay esperanza en la deriva, nosotros
confiamos en las personas”, nos recuerda Pucho, mientras su voz
deviene en un: ¡tómalo, tómalo…! que
llega hasta el infinito.
En el segundo bis, de regalo, suenan Los días raros: “ábrelo despacio, dime qué es, dime si hay algo… un
manantial… quién iba a decir que sin carbón no hay Reyes Magos”. La
intensidad regresa a La Rivera con un oh,
oh, oh inmenso que nos deslumbra el alma en un ciclón interminable de
reflejos brillantes que no hacen sino crearnos una falsa sensación de ser
dioses por un instante. Una magia que continúa después de que el grupo abandone
de nuevo el escenario y los aplausos y los coros sigan entre los asistentes, la
mejor muestra de que hoy por hoy, los
coleccionistas de sueños, reinan en lo más alto del indie.
Ángel Silvelo Gabriel.
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