El viento que mece nuestros
sueños nos acompaña en ese camino que separa soledad y luz, y lo hace como un
puente plagado de cables que funcionan a modo de uniones sueltas e inconexas
que no transmiten nada. El viaje y los puentes son solo dos de las metáforas
más concluyentes del poemario Brooklyn Bridge, donde al principio,
las heridas vienen provocadas por esa necesidad de pasar directamente la
cuchilla de una forma transversal por nuestras venas, para de esa forma, hacer
un corte tan imposible como infinito. La lucha interior del yo poético de Noemí
Trujillo avanza sin descanso por las entrañas de ese yo que se resiste
a ser poético o creador: “hacerle el boca
a boca a las fantasías/ ahogadas en mi tintero”, en una especie de viaje
donde las melodías son melodías sin ti, porque al conjunto del destierro le
falta el otro yo, que no es sino la sombra de uno mismo que se proyecta por
delante de nuestros sueños para recordarnos lo que hicimos y lo que todavía nos
queda por hacer. Esa duda existencial es, sin embargo, la que nos hace avanzar
a lo largo del puente y del viento que poco a poco nos abandona, pues en
nuestra soledad, necesitamos gritar: “Me
asesinó el cielo, la lluvia, las ninfas”. En esta especie de suicidio
terrenal y literario nada nos ampara, pues nadie nos puede ayudar más que uno
mismo. Los poemas de Brooklyn Bridge son una especie de
expiación y exploración del yo más escondido, ese monstruo de las profundidades
del lago que, cuando sale al exterior, acaba con todo, hasta con la estima de
uno mismo, obligándonos a huir de tan inhóspito lugar: “este país me viaja por dentro,/ agita las flechas de mis amapolas”.
Pero aun así, heridos por la zozobra de la vida, necesitamos seguir viviendo y
agitar las ramas que nos posibiliten despojarnos de los miedos que nos
persiguen una y otra vez: “Aquella
muchacha que fui/ ya enterró/ a todos sus muertos”, en una secuencia más
propia del oeste americano que de ese cosmopolita Nueva York que, a medida que
avanza el poemario, se va colando en ellos. Las referencias a la ciudad forman
parte de esas melodías donde se declaman las voces de ese yo que, poco a poco,
se proyecta sobre los demás, ya sean estos parques o edificios, plazas o cafés,
en una sucesión de pequeños reflejos de vida. Una nueva vida que la poeta
reclama con perseverancia en forma de un hijo que no llega, convirtiendo a ese
ser humano en una nueva metáfora, la de la posibilidad de purificar el alma y
el cuerpo, además de la de poder empezar todo de nuevo. Aunque ella también nos
recuerda, que una vida también se diluye con cada menstruación, y aquí la
sangre no es muerte, sino pérdida de un deseo en el que plasmar una nueva
melodía que, esta vez ya sería la definitiva, una nueva melodía sin ti, pues
esa sangre representa el nuevo yo de la poeta: “vieja y lorquiana, /soy azul./ Es el momento de las luciérnagas/ y las
hojas secas”.
Hasta que, en este viaje
interior, la soledad se convierte en luz y deseo. Deseo de ser, deseo de
sentir, deseo de amar y deseo de disfrutar. Las pasiones se abren todas juntas,
como las flores en primavera lo hacen cada mañana: “Me digo a mí misma:/ vive o muere,/ no te quejes./ Aunque te hayas
degollado mil veces./ No te quejes”. Magnífico punto de partida del nuevo
yo que saldrá de esa agonía que por fin tiene un final. En esas estaciones de
paso que nos llevan a la felicidad, Noemí Trujillo aun nos recuerda: “Soy poeta/ no soy un ángel./ Esa es mi
voluntad,/ no soy un ángel”, unos versos que son el eco perfecto de esa transformación
donde los deseos, ahora sí, cuelgan del otro lado del corazón, en un lugar
donde vemos mucho más próximo el otro lado del puente, y donde el viento es más
cálido, pues procede directamente del este, donde las notas del jazz y del
swing lo convierten en más benévolo y cercano, por mucho que Leonard
Cohen se haga dueño de alguno de sus versos. Estas cacofonías,
deliberadamente melancólicas, nos atrapan de nuevo la esperanza, como esa luz
que nadie más que nosotros podemos ver y descifrar, pero que esta vez, es un
mensaje que se deposita en el aire con el solo propósito que nuestros pulmones
se purifiquen con él. Ese nuevo espacio de vida es el que nos invita a un nuevo
viaje, y a travesar, por fin, el puente sin miedo que, ahora sí, vemos que está
sustentado por las conexiones de unos cables gruesos y poderosos que le
mantienen firme ante el paso de los días; unos días teñidos de luces y sombras,
de sol y lluvia, de veranos e inviernos, que solo serán meros testigos de su
infinita presencia, del mismo modo que los poemas de Noemí Trujillo
permanecerán ahí a lo largo del tiempo, en una secuencia, también infinita, en
la que las melodías, a buen seguro, no siempre serán melodías sin ti.
"BROOKLYN
BRIDGE
A veces quiero vivir aquí,
cerca
del puente.
Tomar
café turco y bagels
a
orillas del río East
y
leer el periódico en un banco
de
Brooklyn Heights Promenade.
A
veces quiero vivir lejos de todo,
lo
más lejos posible.
Tener
un calendario distinto,
salir
de noche a cazar los días,
dejar
el dolor fuera de casa.
Vivir,
escribir y respirar Brooklyn.
Dejar
el pasado atrás, retrocediendo.
A
veces quiero vivir aquí,
dentro
y fuera del ruido de Manhattan.
A
veces busco una isla
donde
quedarme". (Noemí Trujillo)
Ángel Silvelo Gabriel.
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