Una de las tragedias de este mundo en el
que vivimos es la necesidad que tenemos de tasarlo y mostrarlo todo (véanse -si
no- las redes sociales), como si el misterio ya no formara parte de nosotros. Quizá,
por ello, Carlos Vermut nos invita a jugar en su segundo largometraje, Magical
girl, a plantearnos tantas preguntas sin respuesta aparente, y de paso,
mostrarnos su particular metafísica de los interrogantes. Su capacidad a la
hora de provocarnos el desasosiego que conlleva esa otra experiencia que bordea
a la realidad más palpable, no es solo visual a través de imágenes sencillas,
miradas hipnóticas y encuadres sin mucha trampa ni cartón, sino que también lo
hace con la palabra, ya que el guion de esta portentosa película también es
suyo, lo que nos lleva hacia ese peligroso terreno del cine de autor. Magical
girl es como ese golpe que nos damos sin apenas darnos cuenta, y que a medida
que pasa el tiempo, nos duele cada vez más, porque según avanza la película, y
tenemos la posibilidad de encajar las piezas de este puzzle visual, nos ocurre
lo que a José Sacristán en el film, cuando incrédulo, ve su incapacidad
de no llegar a completar el gigantesco puzzle que está componiendo, porque le
falta una pieza. Esa metáfora, a la vez fílmica y literaria, es a la que Carlos
Vermut nos quiere hacer llegar mediante la rotundidad de las cosas
sencillas. Aquí nada es lo que parece, como en el mejor de los relatos cortos
que podamos imaginar, pues seremos cada uno de nosotros los que debamos cerrar
el círculo que el director y guionista se niega a cerrar. En este sentido, la
necesidad de interacción entre el artista y los potenciales observadores de su
obra, se vuelve aquí en una complicidad que, a propósito, es macabra y sórdida,
pero es en esa sordidez atenuada por una tonalidad apagada de los colores que
llenan sus imágenes, donde se encuentra el perfecto contrapunto del mensaje que
Vermut
trata de transmitirnos, en una especie de leitmotiv de sentimientos apagados
que, de vez en cuando, acaban atropellados por la pulsión de la pasión
incontrolada y subterránea que gobierna ese otro mundo o realidad donde el
misterio cobra su verdadero sentido. Y arrastrados por esa necesidad última de
evasión que siempre supone atravesar la puerta cerrada del cuarto oscuro,
asistimos, a veces entre risas, y otras con cara de asombro y sorpresa, a una
historia de puertas abiertas que a cada uno de nosotros nos toca cerrar, pero
solo si queremos, igual que cuando asistimos a un truco de magia, en el que el
mago, al abrir la mano, ha hecho desaparecer el objeto que antes tenía sobre
ella sin saber muy bien por qué. Quizá, porque el universo de este más que
prometedor director y guionista llamado Carlos Vermut, es un compendio de
facultades que, a modo de cóctel, mezcla: mundo, demonio y carne, y lo hace en
las cantidades exactas para dar como resultado una de las mejores experiencias
del cine español actual, afortunadamente, cada vez más alejado de las tediosas
historias de siempre. Y todo ello, gracias a jóvenes, aunque experimentados
realizadores, como Carlos Vermut.
Ángel Silvelo Gabriel
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