El
día que nacemos nadie nos programa para ser felices, muy al contrario, los
avatares de la vida nos van colocando en ese lugar que nunca habíamos pensado
que acabaríamos ocupando. Tanto es así que, en ese devenir cotidiano, el camino
elegido a veces termina en una especie de acantilado oscuro y profundo que, en
el subconsciente colectivo del que somos víctimas, se transforma en la última
frontera de nuestra existencia. Temerosos y desorientados, cuando llegamos a
ese inesperado lugar, alzamos la voz en una especie de grito sordo. Una
rebelión del todo inútil, porque en ese momento no somos conscientes que nadie
nos puede escuchar. Más adelante, nos damos cuenta que formamos parte de un
universo que no es el nuestro, y la lucha a partir de entonces se convierte en
una aventura de no retorno, donde cada día es como una prueba de habilidad
distinta a la del día anterior, y en donde la experiencia es un dato con escasa
relevancia. Hallar es el punto de partida en el que situarse, pero la búsqueda
de un asidero donde agarrarse o una brújula donde orientarse no es tarea fácil,
porque nadie posee el libro de instrucciones.
A
pesar de todo, cada nuevo día, quizá haya motivo para acariciar una última
esperanza mientras las olas del mar nos cantan una suave y
dulce melodía, justo antes del amanecer, para de esa forma contraponerse a la
niebla de la noche y a la sirena y a la luz del faro de la costa de Connecticut.
Dos de los instrumentos que el hombre ha inventado para orientarse en su
desconcierto, dos instrumentos que, como muletas, nos sirven para apoyar
nuestros miedos. Esa serena canción del mar, que se traslada a ese juego de
luces y sombras, también transforma el escenario del Teatro Marquina en un espacio
de sol y de luz, y lo hace a través de unos telones y una iluminación que nos
invita a ser uno más dentro de ese contraste de tenue incertidumbre que, sin
embargo, es a su vez, una tímida muestra de uno de los miedos más atroces que
atesora el ser humano: el del fracaso. Como nos dice uno de los principios de
la Física: “la energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma”. Perfecto
axioma que nos sirve de regla con la que medir el cambio que experimenta la
lógica dramática que O’Neill nos invita a contemplar a
medida que progresa la función. Un avance hacia es mundo más tétrico, más
hostil, y sin duda, más tenso en el que él parece encontrarse más cómodo. Esta
minuciosa antesala del purgatorio es la que nos concita a preparar y a alertar
a todos nuestros sentidos antes de que nos recuerden eso de: “la vida no tiene
nada de malo, somos nosotros…” o que no pasemos por alto esa otra sentencia en
forma de espada de Damocles: “el hombre es dueño de su destino”… Y para que
nada falte, al abrirse el telón, vemos un sobre-escenario en forma de tarima
circular en la que poder dar vueltas y vueltas en una especie de tiovivo
infinito o de cárcel sin barrotes de la que los personajes no se atreven a
salir, pues están encadenados a un oscuro pasado que desemboca en un dramático
presente y vomita en un telúrico futuro.
Eugene O’Neill
nos vuelve a inundar nuestros pensamientos de autodestrucción y de whisky, como
si quisiera que no se nos olvidaran las funciones terapéuticas de ese líquido
mitad milagroso mitad diabólico. El líquido color malta, es aquí el líquido de la
verdad, a la que el propio coraje de los personajes no es capaz de vencer. No
se puede amortiguar la verdad a las ocho de la mañana, pero sí se puede
vislumbrar poco antes de comer con la primera copa en el cuerpo, parece
decirnos O’Neill. Esa huida, casi enfermiza, que exhiben cada uno de los
personajes de esta autobiográfica, El largo viaje del día hacia la noche,
es un proceso de redención que, sin embargo, camina hacia el epicentro de la
tormenta. Hay una necesidad en el ser humano de inmolarse delante de los demás,
y eso O’Neill lo sabe decir y representar muy bien. Ese simbolismo
perpetuo de la caída es, a veces, melancólico y casi virginal, como cuando
vemos mover las manos a una extraordinaria Vicky Peña, auténtico sustento de
esta representación; o simplemente lírico y casi ingenuo, cuando nos fijamos en
los discursos literarios y nihilistas del joven Edmund (álter ego del propio Eugene) y en su mirada perdida, cuyo
reflejo, nos invita a pensar en lo que hubiese sido su vida de haber escogido
otro camino que su falta de valor no le permitió. Nada es banal en esta representación
de las coordenadas del sufrimiento, ni siquiera las risas bobas y medio contenidas
de la joven criada Cathleen, pues dan
paso a uno de los más hermosos monólogos de Mary
(Vicky
Peña), donde sin dificultad, entendemos la dedicatoria que Eugene
le hizo a su mujer en esta obra: “escrita con lágrimas y sangre…”
La temporalidad del teatro, que no nos
permite asistir dos veces a la misma representación, sin embargo, juega a favor
en el concepto de lo efímero que resultan nuestras vidas. Y sustentándose en
todo eso, O’Neill nos propone este drama familiar en el transcurso de un
solo día del mes de agosto de 1912, para con ello, conjugar la grandeza de las
artes escénicas a la hora de representar la propia vida, esa, que sintetizada
en el gran teatro del mundo, tampoco nos permite vivir dos veces el mismo
instante. A lo que habría que añadir, que la naturalidad con la que el propio
autor ejerce de cirujano de su propio cuerpo, es la que también expresa Mario
Gas dando luz y vida al patriarca James
Tyrone sobre el escenario, donde exhibe una bohomia que en muchas ocasiones
juega en su contra. Ese quizá sea el gran talón de Aquiles de esta magistral
obra de teatro, la falta de energía exhibida por los autores en su viaje hacia
la autodestrucción, donde las borracheras no parecen ser tan terribles ni
corrosivas. Sin embargo, de esta contención actoral sale indemne una magnífica Vicky
Peña, pues a través de sus miradas perdidas y sus movimientos, sobre
todo, el de las manos, caminamos sin darnos cuenta por ese jardín lleno de
espinas que nos llevan hasta esta gran frase final: “Luego, en primavera, me
pasó algo. Ah sí, ya me acuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante
un tiempo.”
Ángel Silvelo Gabriel
No hay comentarios:
Publicar un comentario