Cuando deje de llover, quizá, ya
sea tarde y, todos, incluso los más jóvenes, ya no podrán salvarse de la última
de las maldiciones de una civilización condenada a sobrevivirse generación tras
generación. Llegará un día en el que dejarán de caer peces desde el cielo para
hacer de soga con la que unir los restos del naufragio. Lluvia torrencial que
nos moja la ropa, agua fría que, en forma de maldición divina, nos empapa la
conciencia; y sopa caliente que nos calienta los desechos del desastre. Todo,
en forma de capas, con las que pintar el cuadro de toda una familia en la que sus
vidas giran en torno a un eje concéntrico orquestado para que la melancolía ejerza
de catarsis ante el paso del tiempo. Las rendijas del odio y del amor se van
superponiendo capa sobre capa, vida tras vida, generación tras generación, pero
unas y otras, se muestran incapaces de dejarnos a salvo de esa lluvia eterna
que, cual maldición, se superpone a cada capa, a cada suceso, a cada fracaso
que, igual que la rueda de un molino, va dando vueltas sobre sí mismo.
Esa posibilidad de construir un
futuro mejor en el que poder habitar y convivir, con la que Andrew
Bovell nos concede un poco de consuelo, es la única posibilidad que le
queda a esa melancolía capaz de romper las barreras del tiempo para intentar
tejer, con los restos del naufragio que le quedan, algo del amor de antaño. No
obstante, tan loable sentimiento es poco menos que imposible, si nos atenemos a
esta epopeya —de representación sublime— de la derrota del ser humano. Sin la
intensidad de los dramaturgos norteamericanos de la segunda mitad del siglo XX,
pero con la precisión de los mejores cuentistas de todos los tiempos, Bovell,
cual artesano relojero nos va desgranando pieza a pieza, palabra a palabra,
frase a frase, el poder de las grandes historias capaces de convencer y
conmover. Algo que se palpa en el ambiente durante la representación y que
tiene su punto álgido al final de la misma, donde un público entregado y todavía
atónito por lo que acaba de ver, oír y sentir —en pie— se rinde y lo manifiesta
con una prolongada ovación de varios minutos. Cuando deje de llover es
la posibilidad y la necesidad de reencontrarse con el arte total, pues es el
reflejo de la vida con mayúsculas, de las proezas y miserias de un ser humano
condenado a equivocarse generación tras generación, pues la esencia del hombre
está programada para caerse y después volverse a levantar. En ese continuo
devenir de bajadas y subidas, subidas y bajadas, construimos un mundo cada vez
más marchito de un hálito de esperanza. La entereza y maestría con la que lo
hace y lo consigue Bovell, es sencillamente magistral. Este texto, sin duda,
quedará ahí para siempre, entre los grandes textos dramáticos escritos en
cualquier instante del espacio- tiempo teatral. Aparte, quedará la bondad y generosidad
del autor para con los espectadores, con esos giros simbólicos en el lenguaje,
y las metafóricas repeticiones que se cuelan en la memoria del espectador como
el mejor de los cinceles lo hace sobre las piedras cuando graba nombres y
fechas, epitafios y sentencias.
Respecto de la adaptación que Jorge
Muriel solo hay que decir que, la intensidad con la que lo ha hecho y
la precisión de las palabras en cuanto al texto, la convierten en uno de los
grandes aciertos de esta obra, maestra, en sí misma y, a la que el propio Jorge
Muriel junto a Pilar Gómez, Consuelo Trujillo/ Ascen López,
Pepe Ocio, Susi Sánchez, Ángela Villar, Felipe G. Vélez, Ángel Savín/ Francisco
Olmo y Borja Maestre proporcionan una perfección, pocas veces vista, en
escena. No sabría decir cuál está mejor, pues todos están magistrales, devorados
por la intensidad del agua y comedidos en la reconstrucción de sus personajes,
lo que les da una pátina de sobre realidad que sobrecoge. Atrapados bajo esa lluvia
eterna nos llevan de la mano desde Londres a Australia, y desde 1959q a 2039 en
un diluvio universal que, también, nos empapa a los espectadores, en una nueva
demostración de lo que sublime que puede llegar a ser el ser humano a la hora
de representarse a sí mismo. En sentido, mención aparte tiene la dirección de Julián
Fuentes Reta, a la misma altura que el resto y rozando la perfección de
lo sublime. Todo lo que tiene de simbólico el texto, Julián lo convierte en
una suerte de giros, reflejos, luces y movimientos de actores que, en su sencillez,
se transforman en cómplices perfectos de nuestros sentimientos. Los movimientos
de los actores en el escenario y sus entradas y salidas del mismo representan,
como pocas veces se ha visto en las tablas de un teatro, el paso del tiempo y
el transcurrir de unas vidas condenadas a buscar el último rayo de esperanza.
Esos continuos movimientos de los actores en la oscuridad que rodea a la
representación de Cuando deje de llover, en ocasiones, nos recordó a ese escenario
de destrucción y silencio que Cormac McCarthy imaginó en La carretera, donde como en, Cuando
deje de llover, la melancolía ejerce como catarsis ante el paso del tiempo.
En definitiva, no se la pierdan, porque es una obra maestra.
Ángel Silvelo Gabriel.
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