«Acallar todos los miedos. Ver
cómo rugen las flores. Después de ti construir un refugio de invierno. Que
caiga la noche sobre el jardín y que tú andes descalza sobre el jardín.
Dibujaremos mapas sobre los que nos inventaremos los nombres». Nada parece
imposible en el universo compositivo y poético de un Ricardo Lezón inmenso,
que hace de la intensidad de la poesía su razón de ser. Frases o versos que,
por sí solos se transforman en imágenes con los que poder viajar sin parar.
Magia, luz, sensaciones y metáforas que nos hacen redimirnos de nuestras más
oscuras y mezquinas miserias y de nuestros peores pecados. Esa fuerza
arrebatadora en las letras de McEnroe, tiene, sin duda, su punto
de continuidad en las grandes y extensas melodías de sus canciones, pues aparte
de majestuosas letras, las canciones del grupo vasco son toda una tesis sobre
cómo afrontar y resolver una melodía en una canción. Grandes, enormes y únicas
melodías que nos hacen recuperar la fe en la música, ya sea esta tildada como
de indie-pop o lo que sea. Los temas de McEnroe discurren con la lentitud
del amor sin prisas, del deseo soñado y las sensaciones reencontradas en el
último refugio de los sentidos. Y todo
ello, bañado con una sinfonía de guitarras sublime, a las que no le falta el
manto de unos omnipresentes teclados que lo cubren todo, cual manto de lluvia
que no moja, sino que reconforta. La textura del viento, a veces, languidece
nuestros sentidos y los convierte en una suerte de éxtasis placentero, y eso es
lo que ocurre con casi la totalidad de las once canciones de este Rugen
las flores, magnífico título de un no menos esplendoroso cd, extraño por
la plasticidad de su portada, el tratamiento de los ritmos y la cadencia de
unas melodías que se apoderan a cada escucha de esa parte de uno mismo que
permanecía aletargada desde hace ya demasiado tiempo. Ese séptimo sentido que
nos han descubierto McEnroe incide de una forma directa en la poesía, pues las
letras de sus canciones son eso: poemas cantados y sentidos con la sensibilidad
que producen las caricias en mitad de la noche o el frío placer del filo de una
navaja sobre la piel desnuda. Bien es cierto que McEnroe forman parte, por
méritos propios, de la categoría de grupos cortavenas
del indie español, pero la concepción de su música va mucho más allá de la
sempiterna melancolía que de vez en cuando nos sumerge a todos en la difícil
senda de la tristeza, pues no hace falta más que escuchar la variedad de sus
ritmos, cercanos en ocasiones a Chris Isaak y los destellos eléctricos
de su guitarra en Coney Island, o el
sonido slowcore de sus guitarras en
la parte final de El vendaval, como
dos claros ejemplos de una paleta de sonidos ensimismados y caprichosos, que
rescatan los ecos de múltiples canciones y estilos.
El disco no puede empezar mejor,
pues sus cuatro primeros temas tienen la forma y el lazo de las pequeñas obras
maestras. Cae la noche ya nos tiende
la mano con «el pequeño balanceo de los árboles al bailar». Magnífico medio
tiempo donde las guitarras conjugan a la perfección los matices de un intenso y
multicolor otoño: «cae la noche sobre mí/ y tú descalza sobre el jardín», mientras
los teclados nos diluyen los sueños. Casi sin poder recuperarnos de tanta
magia, Coney Island se nos muestra
como la canción más americana del disco, con unos ritmos y unas resonancias
sonoras muy del oeste americano, apenas matizadas por la voz de Ricardo
Lezón. Oleadas de sensaciones que van de un lado a otro de nuestra
imaginación, hasta hacernos llorar con su mayestática melodía que acaba en un
no menos portentoso: «Después de ti construí/ un refugio de invierno». Todo un
testamento sonoro y musical lleno de grandes destellos. Lo que nos lleva hasta
la gran joya del álbum, pues Rugen las
flores, es la necesidad de la dicha y la sinrazón a la vez. No se puede
conjugar mejor y en menos tiempo la plenitud del amor y la vida en una
declaración de experiencias e imágenes que nos llevan al abismo donde cómo no: «rugen
las flores». Magnífica metáfora que se incardina en alguno de los postulados de
los poetas románticos ingleses, como por ejemplo, John Keats: «Y nos sumergiremos
los dos sin coger aire,/ haremos las corrientes,/ haremos de la vida un baile./
Seremos la luz de Roma,/ seremos la lluvia en Londres». Este magnífico e
hipnótico inicio se cierra con Caballos y
palmeras, otra demostración del acierto a la hora de interpretar un melodía
plena de matices y detalles, que se fusionan a las mil maravillas con una
letra, de nuevo, portentosa por la cadencia de imágenes que por sí misma es
capaz de producir en una mente con un mínimo de sensibilidad: «Corren caballos
por este segundo/ cálidos y desbocados./ Hay palmeras despeinadas/ esperándote
en la playa».
Madrugada se sumerge en aguas más profundas, donde la letanía del
corazón precisa de unas mayores dosis de soledad. Una soledad a la que McEenroe
acompaña de unos ecos perversos en cuanto a la similitud que demuestran con la
profundidad de aquello que tocan, cantan y acarician. Medio tiempo intimista
que deambula con la fuerza de la nada. Iconografía musical que se repite en La electricidad, canción a la que habría
que añadir la necesaria reivindicación de unas guitarras que buscan la
brillantez de ese shoegaze más
alegórico por la desnudez con la que se nos presenta: «y cabe la posibilidad/ de
que te pueda olvidar/ en algún incendio». Como
en las ballenas se nos muestra algo incierta al inicio, pero poco a poco,
esa capacidad de componer grandes melodías del grupo vasco se va haciendo sitio
y la cadencia rítmica llega hasta uno de los momentos más brillantes del disco.
El ritmo sube con la determinación de las metáforas con la que las adorna Ricardo,
y convierten a esta canción en una de las grandes tapadas del disco, tanto por
la eléctrica intensidad de su medio tiempo como por la suavidad con la que nos
es presentada, que llega a su punto máximo en la intermediación nada convencional
de unos teclados que hacen subir muchos enteros a esta canción pletórica de referencias
de músicas de grupos ingleses del jazzie pop inglés de inicios de los años
ochenta: ¡chapeau! Difícil es remontar algo tan perfectamente ejecutado, pero McEnroe
arriesgan con fuerza y se agarran a sus instintos de una forma más que
meritoria con El puente, otra de las
grandes canciones del disco y, que a buen seguro, funcionará más que bien en
sus directos, pues parece concebida para ellos. Entre cadencias entrecortadas, Ricardo
Lezón nos lleva a ese terreno movedizo de los sentimientos más
profundos; esos de los que nadie habla y se guarda para sí por miedo al otro. Tras
este despliegue de fuerza, Esa misma sensación
de soledad y La luz son las dos muestras más desnudas de un repertorio que
brilla en sí mismo. Aquí McEnroe buscan encerrarse en sí mismos
con la sola idea de no marchar arrollados por su propia corriente. Momentos de
intimidad absoluta y perpetua.
El arranque final de este gran
disco es El vendaval donde, una vez más, asistimos a la intermediación
de un largo inicio que busca hasta llegar a encontrar aquello que desea, pues
la parte final de esta canción hace gala a su título: es un vendaval. Si McEnroe
iniciara sus canciones con la intensidad y el ritmo con el que las termina, a buen
seguro que serían uno de esos grupos mayoritarios del panorama indie español,
muy en la línea de los mexicanos Zoé, otros grandes creadores de melodía
intensas e hipnóticas, quizá, por eso, las once canciones de este Rugen
las flores están inspiradas en el poema Recuerdo que el amor era una blanda furia, del escritor mexicano Eduardo
Lizalde.
Ángel Silvelo Gabriel.
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