Dejar este mundo es el último de
nuestros arrebatos, aparte de una forma de fuga; de fuga de nosotros mismos,
como muy bien nos recuerda Vicente Valero en este magistral El arte de la fuga. A través de un
pulcro e inteligente ejercicio de estilo a la hora de escribir y narrar una
historia o unos acontecimientos, el autor ibicenco nos apunta tres formas en
las que el cuerpo se convierte en alma, o donde, al menos, uno deja de ser
aquello que era. La sutileza e inteligencia con la que lo hace es digna de
admiración. Este es un libro que te perturba por lo bien escrito que está, y
que te deja mal, pues te hace sentir que todo aquello que tenías por cierto es
puro humo, ya que todo él es pura magia y ensueño. Valero tiene, y proyecta,
un poder de evocación sobre sus palabras muy parecido al que también atesoró Thomas
Wolfe en su momento. En el pandemónium, de confusión y ruido, que rodea
a la muerte o al cambio, Valero se agarra con fuerza al arte
de la escritura, pues este escueto libro, es eso, puro arte literario. Una vez
más, los editores de Periférica dan en el clavo, y saben saciar la sed de
aquellos que buscan, en la actualidad, algo distinto en el mundo editorial en
castellano, quizá, de ahí, su éxito. Julián Rodríguez y Paca Flores
buscan y nos proporcionan aquello que de verdad se va a quedar en nuestro
subconsciente para siempre, y este libro es un buen ejemplo de ello.
Vicente Valero ya nos dio
un gran puñado de pistas sobre su buen hacer como narrador —aparte de poeta— en
su primera incursión en la novela con Los
extraños, pero es, sin duda, en estos tres semblantes o sombras de otros
tantos poetas universales, donde roza la genialidad, pues este es un libro único
que siempre merecía la pena ser rescatado de cualquier hoguera. El arte de la fuga, es una magnífica
reflexión sobre esa invisible doblez del ser humano que es la capacidad para
ser otro. Todos tenemos dentro de nosotros mismos esa aptitud de transformación,
y Valero
nos presenta tres formas distintas de lograrlo (la muerte, la locura y la
transposición). El primero de los relatos aborda los últimos días de San
Juan de la Cruz y su muerte en un convento de Úbeda (Jaén). Con el mimo
y el esplendor de aquellos que ya han visto a Dios y se han enamorado de él, el
narrador nos presenta todos aquellos preparativos y turbaciones que la
presencia del santo provocan, no solo en el convento donde al fin morirá, sino
fuera de él. Los dolores y tormentos carnales del santo, serán mitigados por la
bondad que le acoge, y ese último deseo de llegar a ser aquello que siempre
quiso ser. Las dudas en cuanto a que su alma se obstine en no abandonar su cuerpo
lleno de heridas y pus, verá, por fin la luz, en una especie de misticismo
alegórico preñado de atenciones. Luz en la oscuridad o felicidad en el tormento
como solo un santo puede transmitir, y que Valero, nos retrata con la pulcritud
de los sabios y la reconstrucción de una vida en muy poco espacio, siendo esta
una característica común a los tres relatos que se nos presentan. Esa habilidad
de síntesis creativa y soberbia técnica literaria, entre poética y mágica, son
la perfecta combinación de un estilo inigualable.
Algo parecido se podría decir del
segundo relato, que nos narra el camino hacia la locura de Hölderlin, aunque, aquí,
sin duda, asistimos a las mejores descripciones de todo el conjunto, pues la
narración se desenvuelve en una intensa imaginería literaria rica en matices y
frases para enmarcar. Puro ejercicio de estilo que nos embauca y nos lleva a
esos límites de la locura y la sinrazón más bella. Bosques, caminos, campos o
ciudades, quedan a merced de la técnica narrativa de Valero que, aquí, se muestra
más portentoso con su pluma, si cabe, ajustando el relato a las necesidades del
personaje y, consiguiendo con ello, que los lectores tengan una plena
identificación con aquello que se les está narrando. Esa mano perenne e infinita
que Valero
nos da para no soltárnosla, es luminosa como pocas veces llegaremos a volver a
sentir, pues quizá, nunca lleguemos a leer, como aquí, el camino hacia la
locura de una forma tan bella. Magnífico peregrino del amor, este Hölderlin
enamorado y poseído por la voluptuosidad del amor y los recuerdos de su amada.
Fernando Pessoa es el poeta elegido
para cerrar este triunvirato de almas poseídas por la necesidad de fuga. Un
arte diseñado con destreza por cada uno de los protagonistas a los que Valero,
en su sencillez como narrador, deja marchar, cada a uno a su manera. En el caso
del poeta portugués nos narra la noche del ocho de marzo de 1814 en la que, por primera
vez, Pessoa se desdoblará en su heterónimo inicial, Alberto Caeiro. Esta narración, de este singular hecho, es algo más
pausada que en el caso de la de Hölderlin, pero está igualmente impregnada
de esa necesidad de saber e iluminar al personaje y a su circunstancia
retratada que, en el caso de Pessoa, nos permite recorrer los
cafés frecuentados por él, conocer a sus amigos y habitar las múltiples
habitaciones en las que vivió a lo largo de su vida; estancias donde se refugió
de la melancolía de una Lisboa siempre presente. Del mismo modo que no podemos
olvidarnos de su afición por el esoterismo y el más allá que, sin duda,
marcaron su vida y su obra, desordenadamente almacenada en su famoso baúl o
arcón.
El arte de la fuga es puro arte y solvencia de aquello que se nos
cuenta; solvencia que viene avalada por la fiabilidad y la extensa documentación
que maneja Valero, para de esa forma, sintetizar y mimetizar sus artes de
narrador, y volcarlos en la vida de los personajes que retrata. Magníficos
frescos son los que dibuja de cada uno de ellos, pues gracias a esa solvencia y
eficacia expositiva de los hechos, nos vamos quedando con una imagen certera y
exacta de aquello que leemos, llegando a identificarnos con cada uno de los poetas
retratados sin dificultad, como si fuésemos capaces de convertirnos en
fantasmas y, con ello, poder atrapar sus almas “entre sombras inciertas y voces
turbadoras”.
Ángel Silvelo Gabriel.
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