Hay algo mítico en cada uno de
los montajes que dirige la gran Irina Kouberskaya en ese templo del
teatro que es la Sala Tribueñe de Madrid. Sí, mítico porque gracias a ella y a su
forma de ver y entender el teatro, el resto somos capaces de alumbrar una nueva
visión de los grandes clásicos de la dramaturgia mundial —Chéjov, Lorca, Pinter...—
En este caso, ha sido a través de su reinterpretación del mundo onírico y
simbólico que rodea a Federico García Lorca y sus Bodas
de sangre. Una obra que ha sido interpretada multitud de veces desde su
primer estreno el 8 de marzo de 1933 en el Teatro Beatriz de Madrid, y que sin
embargo, bajo la dirección de Irina recobra una nueva vida y se
alza majestuosa sobre los abruptos territorios lorquianos; y lo hace, como solo
la pulsión de la pasión, que nos condiciona la vida, derroca a las herrumbres
de nuestras miserias. La luna y el agua, el cuchillo y el caballo, el calor y
el campo, son elementos dramáticos que en la versión que se representa en la Sala
Tribueñe tienen un significado distinto, por lo alto y profundo de su
mensaje. Esta especie de liturgia del amor y la pasión, del odio y la muerte a
la que asistimos, cuenta con todos los ingredientes para ser única. Todo es
danza y movimiento, oscuridad y contraluz, en un juego de contrarios que se
proyectan sobre nuestros sentidos como solo lo pueden hacer las cacofonías del
amor y de la muerte en la vida de una familia. Hay muchos sonidos en esta obra
de teatro que se reivindican como únicos, por lo distintos, y que de una forma
muy acertada, Irina busca más allá del flamenco, en un nuevo guiño a esa
genialidad total con la que concibe el mundo lorquiano la gran dama rusa. Quizá,
esa distancia que ella atesora hacia nuestros ancestros, le permite devorar
como lo hace este universo onírico rodeado de una belleza y una poesía deslumbrantes.
El lenguaje no verbal, identificado como la capacidad visual y sonora de la
obra, es tan importante como la propia palabra, e Irina lo sabe, y por eso nos
brinda, de la mano de ese gran plantel de actores con el que cuenta, de momentos
únicos, por lo plásticos y bellos que resultan. Para quienes todavía no hayan
ido a verla, les recomiendo que no se pierdan las escenas donde Leonardo le pone el velo a la novia —el
rojo de la vida sobre el níveo blanco de la pureza de la corona—, o esa otra
donde los fugitivos —Leonardo y la
novia de nuevo— se despiden a orillas del río recitando unos bellísimos versos
de Lorca
—escenas y momentos para el recuerdo, sin duda—, por no hablar del mágico
y oscuro inicio con dos ataúdes anclados al escenario —no cabe mayor simbolismo
entre la unión de una familia y su tierra—, que, más tarde, itinerantes a
través de él, nos hablarán de esa capacidad de cambio y transformación
existente en la historia de un pueblo, muchas veces condenado a las llamas de
la más funesta de las pasiones.
Negro sobre rojo y rojo sobre
negro para definirlo todo, pues ambos colores se comportan como dos capas que
recubren nuestras vidas de pasión y muerte, de amor y odio. Y para que todo
esté en su sitio, lo hacen envueltas con la gasa de la pasión. No hay nada más
sugerente que esa ambivalencia a la hora de proponernos este viaje a lo largo
de las entrañas del ser humano que se desplaza con sus ilusiones y sus miedos
por los surcos de la venganza. Hay una dinámica interna, tanto en el montaje de
la escenografía como en la disposición y movimientos de los actores, que no
deja ejercer un influjo de magia sobre los espectadores, y al que un servidor, todavía
no he encontrado un respuesta, quizá, porque como la magia de los grandes
momentos de la vida, no la tenga. Existe algo más que coreografía en los movimientos
de los actores sobre el escenario de la Sala Tribueñe, porque todo se
transforma en un intenso e infinito baile que nos invita a bailar el baile de
la vida..., a bailar el baile de la muerte. Y una vez más, en cada movimiento que
se despliega sobre el escenario, esa dualidad entre el negro y el rojo, el rojo
y el negro, nos remite a la esencia de la que somos y en la que nos
convertiremos.
Para ser justos con la
representación, debemos referirnos a cada uno de los actores y actrices que
componen este reparto coral que nos invita a viajar por las escabrosas montañas
de la vida. María Luisa García Budí, en el papel de la madre, es capaz de transmitirnos
todo el dolor y el silencio de la muerte y el tiempo, que junto a Nereida
San Martín (la novia) protagoniza una escena final única, como única es
esta visión lorquiana de Irina Kouberskaya. Nereida
está fantástica en esa dualidad de ser y del deber ser al que se enfrenta en su
juventud, dejando escenas e imágenes únicas en la representación, como
anteriormente he comentado. David García, una vez más, nos
demuestra sus grandes dotes actorales, pues de nuevo nos encandila con su
actuación de Leonardo. David es un actor
dinámico y trágico, comedido o apasionado, según toque, y todo lo hace bien,
con una dicción y una mirada de las que imponen sobre un escenario. Mención
aparte merecen María e Inma Barrionuevo en sus papeles de suegra y
vecina/muerte, respectivamente, así como Alejandra Navarro (criada), Irene
Polo (mujer de Leonardo), José Luis Sanz (padre) y Miguel
Pérez-Muñoz (novio), pues son capaces de transmitirnos esa sensación de
conjunto de todo un pueblo, donde el sentimiento de pertenencia a un lugar se
traslada en cada una de sus interpretaciones. Tanto es así, que cuando asistimos
a los movimientos de conjunto de todos ellos sobre el escenario, parece que somos
parte de sus leves e incesantes balanceos, mimetizados en el compás que una
barca describe sobre las olas del mar, donde el agua solo es el soporte fluido
que nos sujeta a la tierra firme.
De entre todo este maravilloso y
genial sueño que es el equipo de actores de la Sala Tribueñe, merece una
mención especial, Candela Pérez Kouberskaya, en su papel de muchacha/luna, porque
es de alabar que una joven de quince años sienta la necesidad de aprenderse un
papel tan hermoso como el que interpreta, y lo haga con la solvencia que lo
hace. Podemos decir que, esta tercera generación del mundo del teatro, tiene el
futuro muy bien asegurado con esta niña-mujer que tan bien se desenvuelve sobre
las tablas de un escenario, donde solo nos hace falta ver la magia que
desprende en la escena de la boda —una nueva genialidad de Irina a la hora de
resolverla y planteárnosla— para darnos cuenta que lleva el gen de la
interpretación dentro de ella. Difícil de olvidar ese perfil del pueblo serrano
sobre el que sobrevuelan el novio y la novia en una coreografía para el recuerdo.
Bodas de sangre en la Sala
Tribueñe de Madrid es una nueva demostración del talento que Irina
Kouberskaya atesora a la hora de abordar los grandes clásicos de la
dramaturgia del siglo XX, en una propuesta que aúna alegría y dolor, magia y
ancestro como pocas veces volveremos a ver. Si ya han visto esta obra en varias
ocasiones, no les preocupe, porque todo es distinto, por lo bello y armonioso
en este montaje, donde hasta incluso la revisión del final, nos congratula con
la última esencia del ser humano.
Ángel Silvelo Gabriel.
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