Un hombre solo frente al mundo.
Un hombre atrapado en sus propias cadenas sobre la oscuridad de un escenario
que lo es todo: sueño y universo, realidad y mito, como si el caprichoso don de
los dioses hubiese transformado el sueño en realidad, la capacidad de ser
hombre en mito, y la extraña precepción de que todo aquello que de imposible hay
en el amor se acurruca en la almohada de los deseos. Así se percibe a Raphael
desde el patio de butacas, porque cuando un artista alcanza la categoría de
mito, su aura se desprende cual deidad infinita, y transporta a los
sentimientos derrotados de aquellos que le escuchan, hasta el cielo de las
aventuras posibles. Ver en directo a Raphael es ver cumplido un sueño. En
esta gira, llamada De amor & desamor asistimos obnubilados a un tratado sobre
el amor; esa extraña palabra que mueve al ser humano, y por ende al mundo. Raphael
lo sabe, y lo sabe tan bien que explora una a una todas las posibles veleidades,
tan caprichosas como necesarias, de esa enfermedad que no abandona al mundo, ni
tan siquiera en cada una de las pulsiones que reinventan la extraña capacidad
de girar que poseen los anhelos más profundos de nuestros corazones. Atrapados
en esta sinrazón impasible, Raphael nos muestra las cadenas y
las llaves del candado que una vez abierto nos devolverá a la libertad. Aunque
bien es cierto que, como en un largo e intenso sueño, los asistentes a sus
conciertos no quieren abandonar esa especie de film onírico que el artista
jienense les ofrece en cada actuación.
Digan lo que digan, en no pocas
ocasiones, la leyenda de un artista va de la mano de una ciudad que, por
múltiples circunstancias, se ha convertido en su propio amuleto a lo largo de
su carrera. Así, lo que Sinatra es a New York, Édith
Piaf a París o Amalia Rodrigues a Lisboa... lo es Raphael
a Madrid, porque como muy bien nos recordó al inicio de su actuación: «Una vez
más en Madrid, en casa... siempre por estas fechas, y las que me quedan». Y
poco importa que repita año tras año, pues sus fans le quieren y le esperan
tanto que no les importa interrumpir una canción en mitad de su interpretación
para irrumpir en una sonora ovación —como muestra de su devoción—, lo que
obliga al intérprete a parar y volver a tomar el tema allí donde lo ha dejado.
En este sentido, mención aparte merecen los grandes músicos que le acompañan
con Juan
Pietranera al piano y dirección musical, Ezequiel Navas (batería),
Javier
"Pato" Muñoz (bajo), Juan Guevara (guitarra) y David
Pérez Huerta (teclados); un formato de orquesta musical, muy cercana a
una típica banda de pop o de rock, lo que nos habla de una concepción más
dinámica del concierto, justo ahora que, el gran cantante español, ha entrado a
formar parte de una manera definitiva del panorama indie español; un público,
nuevo, que se rindió a sus pies el pasado verano en el Sonorama, llegando a
convertirle en el gran triunfador del festival de Aranda de Duero, la cita
indie por excelencia del verano patrio.
Pero sin necesidad de marchar por
la senda del vertiginoso verano más salvaje, el delirio por parte de un público
entregado hacia su mito o estrella —el sábado pasado— se depositó con igual
vehemencia, durante casi tres horas seguidas, sobre la Gran Vía madrileña. Raphael,
en un tono muy alto —como cada una de las melodías de los temas que sonaron—,
consiguió reivindicarse a sí mismo y a la potencia de su voz —intacta a lo
largo de todo el concierto—, en una nueva demostración de garra, oficio e
ilusión a prueba de bombas. Así, sobre el escenario del Teatro Compac Gran Vía
fueron sonando canciones nuevas salpicadas de sus grandes canciones de siempre:
La gran noche, Yo soy aquel, Estuve
enamorado de ti, Escándalo (con todo el teatro de pie al ritmo de la
guitarra española), Que sabe nadie, El
tamborilero, hasta acabar con Yo te
amo...
Una gran noche de música por
encima de cualquier otra consideración, que nos sirvió, una vez más, para
comprobar aquello que solo está al alcance de muy poco, es decir, presenciar cuando
un artista alcanza la categoría de mito.
Ángel Silvelo Gabriel.
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