Los acontecimientos cotidianos y
vitales que corren en paralelo a esos grandes avatares de la historia de la
humanidad encuentran en, Los bienes de este mundo, un cálido
acomodo que, por lo poco habitual, nos resulta sorprendente. Sin embargo, si
nos hiciéramos la pregunta ¿qué es lo que mueve el mundo?, seguramente no nos
debería parecer tan extraño, porque casi con toda seguridad el amor, esa
palabra tan corta pero cargada de múltiples significados, sería una de las
primeras en aparecer, si no la primera como respuesta de tan magno
interrogante. El amor con sus múltiples manifestaciones: la pasión, el deseo,
el rencor, el odio... adquiere en esta novela toda una nueva dimensión, porque
compite y se superpone a esa barbarie humana que significan los enfrentamientos
bélicos. Es verdad, Irène Némirovsky lo ha vuelto a conseguir, sin duda, porque Los
bienes de este mundo son una gran novela-mundo que, al igual que los
alemanes en la Primera —y sobre todo—, la Segunda Guerra Mundial, arrasa el vasto
terreno de la vida aderezada por los verdaderos sentimientos, porque como muy
bien viene a decirnos la escritora ucraniana, los bienes de este mundo no son
aquellos que se acumulan en forma de dinero o de amores comprados por la
conveniencia —maravillosa metáfora que nos acerca la libertad a nuestros ojos y
al corazón—, sino otros, esos otros que todos conocemos de sobra y a los que en
demasiadas ocasiones damos la espalda, víctimas de la ceguera más absoluta. Esa
última luz que incide directamente sobre la esperanza es la que Némirovsky
mantiene viva hasta el final, y lo consigue escribiendo tres capítulos finales
magistrales —es imposible no acabar sintiendo aquello que les ocurre a sus
personajes— en los que la narradora funde con el fuego de una apisonadora incandescente
y aterradora todo aquello que no sirve, para mostrarnos la maravillosa luz de
lo que de verdadero e importante tiene la vida. El ser humano y sus
sentimientos están por encima de los Estados, las guerras y los grandes poderes
económicos —no puede existir un mejor alegato que esté más de actualidad para
definir y atrapar el mundo—, parece decirnos la escritora que, desgraciadamente,
sufrió en su propia persona la barbarie de la sinrazón nazi.
La habilidad y maestría con la
que Irène
Némirovsky es capaz de convertir vidas de personas particulares y
anónimas en grandes epopeyas de la vida y del ser humano no deja de
sorprendernos, por mucho que sepamos y conozcamos la habilidad de la escritora
ucraniana a la hora de retratar lo realmente importante. Esa capacidad de
síntesis, aparte de mantenernos en tensión durante la lectura del texto, nos
proporciona casi sin enterarnos esa panorámica única y cenital del ser humano. Los
hechos que se narran en Los bienes de este mundo están
escritos casi a la vez que sucedían en la realidad, y esa translación mágica
del espacio-tiempo, Némirovsky la maneja magistralmente. De ahí que asistamos, casi
sin mediar palabra, a la narración de las vidas de una familia burguesa de la
Francia del norte, de la mano de los convulsos acontecimientos que vivió Europa
en la primera mitad del siglo XX, alcanzando grandes cotas narrativas, justo
las anteriores a las que para los críticos es su obra maestra, Suite
francesa. Ese nomadismo sentimental y terrenal que nos muestra la
autora —y al que ella no es ajena— nos dibuja un mapa de alteraciones vitales
difícilmente superables, pues es capaz de retratarnos con una fidelidad pasmosa
el devenir y los pensamientos de Pierre,
un joven que, con el paso del tiempo, se convierte en un hombre maduro, o el de
una mujer, Agnés, que ha vivido y vivirá
solo para el amor del que al final ha sido su marido. Pero no se nos debe
olvidar que, en ese baúl, también podemos introducir la avaricia del patriarca
de los Hardelot o su ceguera sentimental, pues su egoísmo es tan opaco como la
luz dentro de una cueva. Una semblanza que también se retrata a la perfección
en el personaje de Simone, víctima de
su propia codicia y de la asunción de un destino que por sí misma nunca podría
haber conseguido, lo que la lleva a representar a la venganza. La tercera generación,
sí, porque en esta novela-mundo cabe todo, nos vuelve a mostrar esa condena a
la que está supeditado el ser humano, pues los errores de Guy y Rose, son muy parecidos a los de sus padres, y a buen seguro,
a los que cometerán sus propios hijos años más tarde. El ser humano es una
especie de de hámster condenado a dar vueltas hasta el final de sus días en una
eterna rueda que no es capaz de adivinar otro movimiento que el del giro sobre
sí mismo.
Ángel Silvelo Gabriel.
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