Al modo en el que Jason
Reitman en, Up in the air, nos
mostraba los diferentes Estados de los EE.UU. a través de secuencias cenitales,
lo que además de convertirlas en unas bellísimas imágenes hacían del territorio
un personaje más de la película, Alberto Rodríguez nos regala en, La
isla mínima, una impactante y maravillosa secuencia de imágenes de un
Doñana de cuento visto desde el aire, con el que además de mostrarnos los títulos
iniciales, nos sitúa magistralmente en el silencio de los espacios idílicos,
únicamente rotos por los cánticos de las diferentes aves que atraviesan el Parque
de Doñana y la brutalidad del ser humano. Más allá de este juego de contrastes,
Alberto
Rodríguez consigue en esta película de policías y violencia soterrada,
un equilibrio digno de admiración, en el que la ausencia de largos y
grandilocuentes diálogos deja paso a las imágenes, impactantes en ocasiones y
muy expeditivas en otras, que al modo de los puntos suspensivos en la
literatura o los puntos y aparte, nos mantienen en tensión hasta el final. En
ese sentido, el discurso visual de La isla mínima es ejemplarizante
y dinámico como pocos, sin necesidad de emplear grandes estridencias sino con
la habilidad de quien sabe atrapar la atención del espectador a la hora de
plantear una trama y resolverla mediante el empleo de una fina inteligencia a
la hora de elegir los fotogramas que componen una película.
A todo ello, habría que unir el
retrato social y político de la España de 1980 visto desde la perspectiva de un
pueblo perdido de la marisma andaluza y sus gentes. Un visionado de situaciones
y personajes magistral, pero igualmente contenido, y a las órdenes de un guión
en el que también resalta sobremanera la música de Julio de la Rosa, que en
su vertiente de compositor de bandas sonoras, y alejado de las estridencias del
mundo indie musical español, da esa pátina de suspense y tensión a las imágenes
sin que apenas se note o moleste, lo que unido a las grandes interpretaciones
de los dos policías con pasados escabrosos, encarnados por Javier Gutiérrez en el
papel de Juan, un salvador de la
patria que representa el pasado más oscuro de la ley y el orden; y Raúl
Arévalo como Pedro, que nos
hace imaginar los nuevos tiempos que están por venir, pero al que no le faltan
erratas en su devenir profesional, convierten a esta película es una de las
favoritas en la carrera de los próximos premios Goya.
La Isla mínima tiene mucho que
cortar y contar, y Juan y Pedro, Pedro y
Juan conforman el perfecto hilo conductor que nos traslada sin apenas
enterarnos a lo largo de la película hasta su final. Ellos son una singular pareja
de agentes del orden que, con diferentes técnicas y formas de ver e interpretar
la vida, nos llevan del mano por la ruta más oscura de las perversiones
humanas. Estridentes y malsanos sentimientos que nos alojan en un compartimento
en el que las miserias se agolpan unas sobre otras, por mucho que en el viaje
contemplemos imágenes bellas en sí mismas, pero que son incapaces de vencer el
silencio de los espacios idílicos.
Ángel Silvelo Gabriel.
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