El zoo de cristal es una
bellísima metáfora que nos dibuja ese reflejo cargado de ilusión con el que
teñimos la realidad que no nos gusta. La luz que atraviesa cada una de las
piezas de cristal de ese universo, es el destello de un sueño..., o de cada uno
de los sueños con los que construimos esa falsa realidad que nos permite seguir
viviendo para simplemente salir adelante a través de la basura que representa ese
día a día mal oliente y exento de la magia que representa la vida deseada. Tennessee
Williams, ese soñador empedernido, nos ofrece la posibilidad de ir al
cine para huir por apenas unos pocos dólares, o también mediante la escritura
de una palabra tras otra sobre una vieja máquina de escribir. Ese mundo
creativo y evasivo a la vez, se contrarresta con el mundo terrenal del
personaje de Amanda, la madre que se
desvive por sacar adelante a su familia desde que el padre de sus hijos les
abandonó. El soñador al que nada detiene en la búsqueda de su propia felicidad,
tiene una continuación en Tom, hijo
mayor de la familia, y que cansado de la vida anodina de la aburrida San Luis,
planea escapar como ya hiciera su padre. Esa dualidad entre deseo y
responsabilidad circunda cada una de las escenas entre madre e hijo. Una madre
asfixiante, como el propio sur, esa entelequia plagada de calor, claustrofobia
y sinsentido que tan bien retrata Tennessee Williams en cada una de
sus obras, y a quien intuimos más allá de la casualidad en el papel de Tom, con sublimes textos en los monólogos
que abren y cierran este Zoo de cristal que, como muy bien
nos dice él al inicio de la función: "los magos les ofrecen la verdad con
la apariencia de ilusión, pero yo les ofrezco la verdad con apariencia de ilusión".
Esa posibilidad de cambiar el mundo que tiene el escritor, aquí se transforma
en la necesidad de cambiar el rumbo de una vida, la del propio autor, aunque
para ello, nos retrate a una típica familia sureña que por sí sola representa
todo aquello que los inicios del siglo XX se encargó de destruir. Los lazos ya
no son de sangre, sino que los sentimientos serán los verdaderos cabos de unión
entre las personas, extrañas, quizá demasiado extrañas, a pesar de que sean de
la misma familia.
La versión que ahora se
representa en el Teatro Fernán Gómez del
Centro Cultural de la Villa de Madrid está dirigida por Francisco
Vidal, que ha dotado a la función de un cromatismo moderado, pero con
una clara influencia sureña, donde el hogar es el centro de un universo lleno
de grandes y pequeñas batallas, pero también ilusiones que precisan de sus
propias heroínas. En este caso Silvia Marsó, en el papel de Amanda
nos brinda una magnífica actuación basada en esa aflicción a la que el futuro
de sus hijos la condena, pero también, nos regala el brillo del recuerdo de un
pasado en que ella si fue feliz. Amanda
representa como nadie ese pasado que se fue y no volverá, y todo aquello que de
dañino tiene permanecer en él más tiempo de la cuenta. Silvia Marsó está
espléndida en este papel protagonista y a través de sus ojos, sus manos y sus
desvelos, nos trasladamos a ese interior abrasador del sur; una metáfora del
infierno humano que nos ha proporcionado no pocas obras maestras con el paso del
tiempo. Alejandro Arestegui, en el papel de Tom, el hijo mayor de Amanda,
se mueve con soltura por las tablas del escenario y alcanza, sin duda, sus
puntos más álgidos en los monólogos inicial y final, siendo este último, un
magnífico y bello ejemplo de plasticidad por la construcción de la escena, con Amanda en la puerta, Laura al inicio del escenario y el
propio Tom en un lateral, escondidos
los tres bajo una tenue luz que los acoge y que por sí sola representa ese
manto inmaculado de la dicha terrenal; un cuadro bellísimo. El elenco de actores
sobre el escenario se completa con Carlos García Cortázar, en el papel
de Jim, que es como esa bocanada de aire fresco y la posibilidad de una vida
mejor, y que de una forma cercana dota a Laura,
el personaje que interpreta una estupenda Pilar Gil de esa luz que va más allá
del reflejo de las figuritas de su particular zoo de cristal. En este sentido, Laura es esa gota transparente plena de inocencia
y bondad que nos conmueve y nos acerca a ella, y lo que representa, de un modo
especial, y a la que Pilar Gil interpreta magníficamente.
Y para cerrar la nómina de actores, no debemos olvidarnos de ese padre ausente
que, sin embargo, preside el escenario con una fotografía a modo de Cristo
redentor.
En definitiva, esta versión de El zoo
de cristal de Tennessee Williams es una magnífica ocasión de volver
a revisitar las obras del autor y las
ascuas más calientes del atormentado sur, que no son más que la prolongación de
las del resto del universo; un mundo, el que nos retrata el dramaturgo americano,
al que muy bien podríamos tildar como de la verdad con la apariencia de la
ilusión.
Ángel Silvelo Gabriel.
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