sábado, 8 de noviembre de 2014

EL ZOO DE CRISTAL DE TENNESSEE WILLIAMS EN EL TEATRO FERNÁN GÓMEZ DE MADRID: LA VERDAD CON LA APARIENCIA DE LA ILUSIÓN


El zoo de cristal es una bellísima metáfora que nos dibuja ese reflejo cargado de ilusión con el que teñimos la realidad que no nos gusta. La luz que atraviesa cada una de las piezas de cristal de ese universo, es el destello de un sueño..., o de cada uno de los sueños con los que construimos esa falsa realidad que nos permite seguir viviendo para simplemente salir adelante a través de la basura que representa ese día a día mal oliente y exento de la magia que representa la vida deseada. Tennessee Williams, ese soñador empedernido, nos ofrece la posibilidad de ir al cine para huir por apenas unos pocos dólares, o también mediante la escritura de una palabra tras otra sobre una vieja máquina de escribir. Ese mundo creativo y evasivo a la vez, se contrarresta con el mundo terrenal del personaje de Amanda, la madre que se desvive por sacar adelante a su familia desde que el padre de sus hijos les abandonó. El soñador al que nada detiene en la búsqueda de su propia felicidad, tiene una continuación en Tom, hijo mayor de la familia, y que cansado de la vida anodina de la aburrida San Luis, planea escapar como ya hiciera su padre. Esa dualidad entre deseo y responsabilidad circunda cada una de las escenas entre madre e hijo. Una madre asfixiante, como el propio sur, esa entelequia plagada de calor, claustrofobia y sinsentido que tan bien retrata Tennessee Williams en cada una de sus obras, y a quien intuimos más allá de la casualidad en el papel de Tom, con sublimes textos en los monólogos que abren y cierran este Zoo de cristal que, como muy bien nos dice él al inicio de la función: "los magos les ofrecen la verdad con la apariencia de ilusión, pero yo les ofrezco la verdad con apariencia de ilusión". Esa posibilidad de cambiar el mundo que tiene el escritor, aquí se transforma en la necesidad de cambiar el rumbo de una vida, la del propio autor, aunque para ello, nos retrate a una típica familia sureña que por sí sola representa todo aquello que los inicios del siglo XX se encargó de destruir. Los lazos ya no son de sangre, sino que los sentimientos serán los verdaderos cabos de unión entre las personas, extrañas, quizá demasiado extrañas, a pesar de que sean de la misma familia.
 
La versión que ahora se representa en el Teatro Fernán Gómez del Centro Cultural de la Villa de Madrid está dirigida por Francisco Vidal, que ha dotado a la función de un cromatismo moderado, pero con una clara influencia sureña, donde el hogar es el centro de un universo lleno de grandes y pequeñas batallas, pero también ilusiones que precisan de sus propias heroínas. En este caso Silvia Marsó, en el papel  de Amanda nos brinda una magnífica actuación basada en esa aflicción a la que el futuro de sus hijos la condena, pero también, nos regala el brillo del recuerdo de un pasado en que ella si fue feliz. Amanda representa como nadie ese pasado que se fue y no volverá, y todo aquello que de dañino tiene permanecer en él más tiempo de la cuenta. Silvia Marsó está espléndida en este papel protagonista y a través de sus ojos, sus manos y sus desvelos, nos trasladamos a ese interior abrasador del sur; una metáfora del infierno humano que nos ha proporcionado no pocas obras maestras con el paso del tiempo. Alejandro Arestegui, en el papel de Tom, el hijo mayor de Amanda, se mueve con soltura por las tablas del escenario y alcanza, sin duda, sus puntos más álgidos en los monólogos inicial y final, siendo este último, un magnífico y bello ejemplo de plasticidad por la construcción de la escena, con Amanda en la puerta, Laura al inicio del escenario y el propio Tom en un lateral, escondidos los tres bajo una tenue luz que los acoge y que por sí sola representa ese manto inmaculado de la dicha terrenal; un cuadro bellísimo. El elenco de actores sobre el escenario se completa con Carlos García Cortázar, en el papel de Jim, que es como esa bocanada de aire fresco y la posibilidad de una vida mejor, y que de una forma cercana dota a Laura, el personaje que interpreta una estupenda Pilar Gil de esa luz que va más allá del reflejo de las figuritas de su particular zoo de cristal. En este sentido, Laura es esa gota transparente plena de inocencia y bondad que nos conmueve y nos acerca a ella, y lo que representa, de un modo especial, y a la que Pilar Gil interpreta magníficamente. Y para cerrar la nómina de actores, no debemos olvidarnos de ese padre ausente que, sin embargo, preside el escenario con una fotografía a modo de Cristo redentor.
 
En definitiva, esta versión de El zoo de cristal de Tennessee Williams es una magnífica ocasión de volver a  revisitar las obras del autor y las ascuas más calientes del atormentado sur, que no son más que la prolongación de las del resto del universo; un mundo, el que nos retrata el dramaturgo americano, al que muy bien podríamos tildar como de la verdad con la apariencia de la ilusión.
 
Ángel Silvelo Gabriel. 

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