Pocas veces asistiremos de una
forma, tan directa y trágica, a la lucha vital que el escritor afronta contra
sí mismo y contra la vida. Violette es un magnífico ejercicio
visual y existencial del proceso a través del cual se forja un escritor. La
soledad, el rechazo y la infelicidad, de nuevo, se muestran como elementos
inherentes a ese tipo de literatura que ahonda en las entrañas del ser humano.
En este caso, la originalidad de Violette
es que ella no se plantea la escritura como un proceso intelectual, sino que para
ella, cada hoja en blanco es una pequeña parte de su vida, porque ella ve la
literatura como la única salvación de toda una vida condenada al fracaso. Como
ocurre otras tantas veces, Violette
fue a la vez, una inadaptada y una adelantada a su tiempo, que sí aceptaba sus
planteamientos vitales y explícitos si venían de un hombre (véase el caso de Jean
Genet), pero no si esa misma necesidad procedía de una mujer. Su lucha,
por tanto, es una batalla que, desde sus entrañas, se abate al resto del mundo,
hasta llegar a convertirla en una autora maldita por mucho que su primer libro
fuera editado por Gallimard de la mano de Albert Camus. ¡Qué difícil es
aceptar el vendaval de los sentimientos cuando estos llegan de la mano de la
mayor de las libertades!, cabe pensar, pues nada ni nadie parece dispuesto a
aceptarlos. Esa lucha interior y contra la sociedad marcan el proceso creativo
de Violette, pero también el de
muchas mujeres que, después de la Segunda Guerra Mundial, reivindicaron su
propio espacio, algo que Simone de Beauvoir representó muy
bien de la mano de Sartre, y la llevó a formar parte de ese exquisito trono de los
elegidos. Sin embargo, Martin Provost de una forma muy acertada, no se para ahí
y nos muestra otro mundo, el que transcurre por las venas y el corazón de la
protagonista, una Violette enfrentada
contra sí misma y contra el mundo que, por encima de todo (es hija bastarda y
su madre no la quiere) necesita como nadie la búsqueda de una felicidad que le
proporcione algo de paz. En este sentido, los pequeños retazos que se nos
muestran de su literatura no pueden ser más esclarecedores, por su intensidad,
su poesía y su belleza. Su forma de escribir es la que nace de las entrañas más
universales del ser humano, y ella lo borda, de ahí, que no nos extrañe que
encandilara a Simone de Beauvoir para el resto de su vida.
Violette es la historia
de un destierro, aunque bien es cierto que, en la mayoría de las ocasiones, ese
destierro tiene que venir acompañado de un apadrinamiento que lo saque del
ostracismo y el anonimato, y en este caso, Violette (Emmanuelle Devos) tendrá nada
más y nada menos que, a Simone de Beauvoir (Sandrine
Kiberlain), como bastón de apoyo en el que auxiliarse a la hora de salir
de las más profundas de las tinieblas. Sin embargo, lo más llamativo de esta
película, no es lo que podría haber sido esa infructuosa historia de amor entre
las dos mujeres, sino esa otra visualización diaria e íntima de los demonios a
los que se enfrenta todo escritor a la hora de dar luz a sus palabras, sobre
todo, si esas composiciones literarias escarban en lo más profundo de uno mismo
y de su vida. Es verdad que todo está dicho, pero al ser humano, aún nos queda
esa última posibilidad de contarlo a nuestra manera, para de ese modo hacerlo
único. De ahí que la originalidad de Violette viene impuesta por la no
necesidad de ser escritora de la protagonista que, solo se lo planteará, tras
la lectura de un libro de la Beauvoir, lo que le proporcionará la necesidad de
un acercamiento a la escritora que, pronto reconocerá en la fuerza poética de
sus palabras, a una escritora de raza, lo que le va a llevarle a no abandonarla
nunca. Sí es verdad que con la crónica de los hechos de este biopic, asistimos a lo que se dio en
denominar como una nueva literatura feminista que, con la novela, La
bastarda (Premio Goncourt 1964), de la propia Violette, tuvo un reconocimiento generalizado entre los lectores y
el mundo editorial, pero no es menos cierto que ese es solo el escaparate en el
que se vuelca esa necesidad de autorrealización y de búsqueda de la
protagonista, que nada más es capaz de alcanzar en una hoja de papel. Ese encuadre
íntimo al que el director Martin Provost somete a Emmanuelle
Devos resulta de lo más acertado y atractivo, pues a lo largo de ese
retrato interior de la protagonista, asistimos casi sin enterarnos, a ese otro
escenario más amplio de la vida de la mano de una Simone de Beauvoir
siempre a la fuga en las intenciones amorosas de Violette sobre su persona, pero que sin embargo, la ayudó a salir
airosa en su faceta literaria con un apoyo que va más allá del aspecto
económico, para intentar volcar en ella, una suficiencia y una seguridad que no
tenía, a la hora de ayudarla a trazar las líneas maestras de una carrera
literaria, en este caso, la de una Violette
que emerge como una heroína de sí misma, y cuya traslación, más allá de su
mundo, tuvo un reflejo maravilloso en la literatura.
Violette es un hermoso
reflejo de vida y literatura, de literatura y vida, que nos muestra y nos marca
a la vez, el tortuoso camino de aquellos creadores para los que la consecución
de una obra de arte es algo más que un mero ejercicio estético.
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