A día de hoy, más que nunca,
atreverse a mostrarnos la verdadera vida —esa que transcurre detrás del
escenario del mundo global—, es un acto de heroísmo, porque intentar
retratarnos tal y como somos, o tal y como nos comportamos en realidad, tiene
un mérito tremendo. Más si cabe, si lo hacemos bajo la hipnótica mirada de un
portentoso y falso plano-secuencia, a imagen y semejanza de nuestro deambular
por el mundo, es decir, sin trampa ni cartón; un plano-secuencia donde no
tenemos, ni encontramos, la posibilidad de rectificar nuestros actos, casi
siempre errados, por desesperados. La desesperación, tan omnipresente en esta
película, se convierte aquí en distinta y mágica, como si en uno de nuestros
sueños, estuviésemos asistiendo al mejor sainete de las vanidades posible,
donde lo más importante, a pesar de todo, sigue siendo la capacidad de soñar. Birdman
es una película única, por portentosa y auténtica, y una de esas raras obras
maestras cargadas de sarcasmo y humor negro que nos dibujan una sonrisa en la
boca en mitad del desastre. Un genial Michael Keaton nos lo recuerda a
cada momento, y nos hace sentirnos pequeños, sí, muy pequeños ante lo que de
verdad importa. Esa necesidad de vivir, a secas, se destruye en manos de Iñárritu
en una suerte de sueños rotos descontrolados, que tan pronto se nos
muestran reales y destructivos, como al fotograma siguiente devienen en mágicos
y oníricos, y tan irreales, que los hacen únicos. Es tan difícil construir algo
diferente —o al menos eso es lo que nos transmite la industria del cine desde
hace ya demasiado tiempo—, que cuando te encuentras con algo original, y a la
vez, tan cercano a la vida real, no puedes dejar de pellizcarte en los brazos
para asegurarte de que aquello que ves no es falso. Birdman, de Alejandro
González Iñárritu, es cine y literatura, teatro y vida en una perfecta
amalgama de elementos que van de la mano de principio a fin, quizá, porque esa
es la materia de la que está hecha la vida: una unión de realidad y fantasía.
La excusa perfecta para
mostrárnoslo se concibió en este caso a través de la adaptación al teatro del
relato corto de Raymond Carver, ¿De qué hablamos
cuando hablamos de amor? ¿Acaso cabe un desarraigo más pernicioso que ese
mundo impostado de ciudades dormitorio y vidas perdidas? Ese territorio de
desiertos interiores, en la película se transmuta en la interminable profundidad
de los pasillos de un teatro. Pasillos, que son, y se comportan, como las huellas
marcadas en el camino de nuestra existencia, por mucho que en demasiadas
ocasiones sean huellas en las que ya no nos reconocemos, o huellas que tan
siquiera somos capaces de borrar de nuestras vidas. Sin embargo, esa dualidad
perenne entre lo deseado y lo ejecutado tiene otras manifestaciones, e Iñárritu
las ha buscado en la posibilidad de confrontar la dualidad dentro-fuera, proporcionado
a algunos de sus personajes de la opción de salir al exterior a respirar algo
de aire fresco. Esa necesidad en salir de dentro hacia afuera en nuestras vidas
—en la película los actores lo hacen del escenario a sus camerinos, o de los
camerinos a la calle o la terraza—, nos muestran de una forma muy inteligente,
lo que en verdad somos y no lo que nos gustaría ser. Esa falsa representación,
asfixiante en la mayoría de los casos, el director la filma con una metódica reiteración
de primeros planos de los rostros de los actores, donde las arrugas o la
profundidad de la mirada importan tanto o más que lo que los propios actores nos
dicen. Ese acercarse a la piel del artista, y por ende a la vida, es el
contrapunto perfecto a la necesidad de salir huyendo, aunque solo sea a la
calle y desnudo. Y aquí, Iñárritu, consigue la perfección
cuando nos muestra a Michael Keaton fuera del teatro, pues
cuando nos impregna la mirada de una libertad que los espectadores de alguna
forma también necesitamos. Nosotros también necesitamos sentirnos libres y
volar por los aires cual Birdman que
comprende la última y única esencia de la vida
Mención aparte merecen tanto el
montaje como la fotografía y el guion, sencillamente inigualables, aunque Birdman
no sea solo esa caja mágica de imágenes y sensaciones, pues también fluye a
ritmo de una batería de jazz, que nos marca el ritmo existencial y alocado de
unos personajes que se enfrentan a la última oportunidad para demostrarse a sí
mismos que sí mereció la pena volver a intentarlo de nuevo. En este sentido, las
casualidades, el destino y las paradojas de la vida, se dan cita a lo largo de
las dos horas que dura la cinta y nos invitan cual, Alicia en el país de las maravillas, a visitar el mundo en el que
solo tienen cabida los genios locos, aunque como en este caso, estén
disfrazados de actores. Sin embargo, en este vertiginoso devenir de
fluctuaciones existenciales, también hay espacio para la crítica feroz contra
las redes sociales y la efímera popularidad que se alcanza en ellas, o contra
los críticos anquilosados en el pasado acomodaticio de la fama. Un contrapunto
más de este mundo de locos en el que estamos inmersos, donde por mucho que nos
pese, solo en nuestros sueños podemos volar con nuestra gabardina puesta; una
buena metáfora de la necesidad de libertad que todos atesoramos, sobre todo en
Nueva York , donde sus inmensos rascacielos hacen, si cabe, más pequeño al
hombre, que se muestra perdido en las turbulentas calles de una ciudad, donde
como en cualquier otra, el amor sigue siendo el verdadero protagonista de su
día a día, aunque en esta ocasión, sea un amor teñido de un inteligente humor
negro.
Ángel Silvelo Gabriel.
1 comentario:
Muy buen analisis de la pelicula, cabe decir que me gusto mucho la pelicula y la he visto mas de tres veces. Buen analisis :)
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