El espejo me miraba a mí, pero yo
no miraba al espejo. Mis ojos atendían a mis torpes manos, que intentaban
realizar por segunda vez el nudo de mi estrecha corbata. Ella por nueva, y yo
por inexperto, nos enredábamos en un juego de manos cruzadas y de nudos mal
hechos. ¿Y mis pensamientos?, ¿dónde estaban mis pensamientos? Pues en ese
instante, repasaban lo que sería el inicio de mi intervención, dos horas más tarde, en el Museo del Romanticismo de
Madrid, justo hasta que todo tembló bajo mis pies y la gran estantería-mural
del salón empezó a tambalearse y bailar como si estuviese participando en uno
de esos ridículos concursos de baile de la tele. Y así, una y otra vez, hasta en
tres ocasiones, mientras mis manos paralizadas sostenían un trozo de tela azul
con forma de corbata estrecha. «Un terremoto», pensé. «Esto ha sido un pequeño
temblor de tierra sin consecuencias», me reafirmé. Una lógica aseveración, a la
que siguió un sentimiento de extrañeza porque nadie hubiese salido ya a la
escalera a relatar lo sucedido. Sin embargo, mi mente, ante la nula respuesta
del exterior, empezó a cavilar hasta depositarse en la sombra de los fantasmas
y las señales premonitorias de mis citas pendientes con el destino. Pero por más
que busqué, no hallé ningún signo que satisficiera mi necesidad de encontrar
una razón empírica a mis temores. De ahí, y sin mucho esfuerzo por mi parte, llegué
pensar en la posibilidad de que el bueno de Keats me hubiese mandado
una señal para que me diera prisa y no me demorase más tiempo con el ridículo
nudo de mi corbata, pues mi cita con el destino era otra y esa tarde estaba en
el salón de actos del Museo del Romanticismo de Madrid, un 23 de febrero en el
que tembló la tierra bajo mis pies.
La soledad del corredor de fondo
se instaló dentro de mí cuando llegué al Museo del Romanticismo (MR). Nadie
estaba en la puerta, ni nadie me esperaba, salvo mi nueva cita con el destino.
El lugar, la fecha, la conmemoración, es decir, todo, rondaba sobre mi cabeza
igual que un platillo volante; un platillo volante no identificado, claro. Una
vez dentro, todo ocurrió muy deprisa. Repasé una a una las sillas vacías, los
adornos de la alfombra y me quedé extrañado mirando el retrato de cuerpo entero
de una Isabel II distante y
acostumbrada a este tipo de eventos. La tenue luz del salón de actos hizo el
resto, y aplacó mis nervios entre sonrisas incontroladas y preguntas de cómo y
por qué a las que sometí a María Jesús Cabrera, siempre atenta,
cordial y cercana, tanto o más que mi hermana África muy pendiente de
todo cuanto ocurría. El resto fue como un sueño. Primero llegaron los ponentes,
con mi querida Anamaría Trillo a la cabeza, junto a Javier Arnaldo,
acompañado de mi cuñado Javier, y mi entrañable Alejandro
Valero, un miembro más de esta familia keatsiana que no para de crecer.
Ahí se rompió la magia del silencio, porque entonces, todo fueron
presentaciones y firmas de nuestros respectivos libros, y casi a continuación,
llegaron Manuela (mi chica) y su madre (mi suegra), que me transmitieron
mucha calma. Ya, sin tiempo para pensar, se abrieron las puertas del exterior, y
las personas empezaron a llenar el salón de actos que, en menos de diez minutos,
ya estaba lleno. En ese momento yo era ajeno a los pequeños malentendidos y
rifirrafes de la puerta. Aprovecho, desde aquí, para pedir disculpas a todos
aquellos que no pudieron acceder al acto (alrededor de 30 personas, según me
cuentan). Los que pasaron, por encima del aforo del salón de actos, se quedaron
de pie, se acomodaron en el suelo —al menos hasta seis o siete personas—, y con
muy buen criterio, el personal del MR, con María Jesús a la cabeza, habilitaron
la sala lateral que da entrada a la cabecera del salón; una habitación en la
que los ponentes dejamos nuestros abrigos y carpetas, y que se llenó de sillas
traídas del resto de los despachos del personal administrativo de la institución,
y que, como es lógico, se ocuparon en menos de un suspiro. Una vez que todo
estuvo listo, comencé mi primera intervención para recordarles a todos los
asistentes por qué nos habíamos reunido allí, y anunciarles que ese día las
letras españolas intentaban saldar, aunque fuera de una manera modesta, la
deuda que las mismas tenían con la figura y la obra del gran poeta romántico
inglés. Antes de iniciar mi rueda de agradecimientos, leí las últimas palabras
de Keats
antes de morir, e incluso aclaré la controversia existente respecto de su fecha
de fallecimiento, un 23 de febrero de 1821. También aproveché para expresar mi pleitesía,
tanto a John Keats (al que tanto le debo) como a mis lectores, y a
todos aquellos que me han acompañado en este maravilloso y mágico viaje.
Javier Arnaldo finalmente
nos habló de John Keats a través de los cuadros en los que había sido
retratado, dejándonos muy claro su gran dominio del movimiento romántico y su
debilidad por Goethe, del que es un gran experto. Esa glosa de la figura del
poeta a través de las pinturas y dibujos, nos proporcionó a todos esa otra
visión del poeta, pegado a la naturaleza, unas veces; sufriendo en el lecho del
dolor, otras, pero sobre todo, nos facilitó la comprensión del tiempo y el
espacio en el que vivió el poeta; una confrontación del espacio tiempo que nos
arrojó mucha luz sobre la trascendencia de su obra y su victoria final sobre el
paso del tiempo.
Alejandro
Valero centró su intervención en el análisis de las tres odas más
importantes de Keats, dejándonos claro por qué introdujo y tradujo ese fabuloso
libro titulado John Keats, Odas y sonetos,
que la editorial Hiperión editó allá
por 1995 y que en 2014 ya conoce su sexta edición. Alejandro posee una
mirada muy especial y única sobre la obra de Keats, y gracias a él, al
menos yo, he llegado a entender y comprender mucho mejor tanto su obra como su
mensaje. Bellísimas palabras las de Valero, que intercaló con versos de Oda a un ruiseñor, Oda a una urna griega y
Oda al otoño (la obra maestra de Keats y una de las más importantes
de la lírica inglesa de todos los tiempos). Afanado en esa búsqueda de la
belleza en la que tanto empeño puso Keats, Alejandro nos llevó de la
mano hasta esa última morada donde el poeta por fin se deshizo de la ironía
presente en sus primeras composiciones poéticas, para dejar paso,
definitivamente, a la realidad, a la que el poeta viste de sabiduría y belleza.
Como muy bien nos apuntó Alejandro al final de su
intervención: «A medio camino entre la realidad y el deseo, el poeta
bucea en el misterio, sondea la eternidad, disfruta del éxtasis poético, y
después regresa para decirnos que la realidad y la belleza se encuentran unidas
en el arte, y que nosotros podemos disfrutar de todo ello aquí en la Tierra
volando con las alas de la poesía. Este es su verdadero legado».
Anamaría
Trillo puso en valor los valores intrínsecos al movimiento
romántico que, si hubiese que destacar alguno por encima del resto, este sería
el del ansia de libertad de su componentes, bien es cierto, que esa libertad,
les llevó en la mayoría de los casos, a vivir sus días al límite, mirando
siempre muy de cerca a lo más profundo del acantilado, al que finalmente
acudieron antes de lo deseable. Esa temeridad que siempre nos infunde el valor,
también fueron el motor con el que alimentaron sus palabras que, como sombras
del héroe, tiñeron de genialidad las obras de las que fueron autores, lo que
les ha llevado a lo largo del tiempo, a describir una estela a la que poder seguir
muchos años después, como si todo fuese igual que uno de nuestros últimos
deseos.
Mi
ponencia giró en torno a varias preguntas, si bien, la esencial fue la primera
que formulé en voz alta: ¿qué ser un poeta? Y a partir de ahí, todo fue un continuo
esfuerzo, por mi parte, en poner en valor la figura y la obra de un poeta
injustamente olvidado que, sin embargo, ha conseguido (como solo él podría ser
capaz de hacer) levantarse de las cenizas de su propia tumba para erigirse en
un ejemplo a seguir. Su obra está plagada de los más grandes ideales y de los
más bellos anhelos a los que puede aspirar cualquier ser humano a lo largo de
su vida. Y su integridad, sin duda, por encima de cualquier otro, si exceptuamos
esa intrínseca búsqueda de la verdad a través de la belleza. Todo gira alrededor
de ese mundo donde vida e idea puedan ir de la mano sin contradicciones
aparentes, y para ello, el poeta les dota a ambas del aurea de la verdad.
Tampoco me quiero olvidar del cariñoso homenaje que quise rendir a José
Guillermo Paradinas Brockman (tataranieto directo de Fanny
Keats, la hermana pequeña de John) y su mujer María
Jesús, por venir desde Salamanca y querer estar presentes en tan
insigne fecha. Ellos y yo, entendimos que este 23 de febrero de 2015 era
importante, y se lo debíamos al poeta, de ahí, que todo nuestro empeño
estuviese en darle la trascendencia debida a esta efeméride. Desde aquí,
también quiero mostrarles mi agradecimiento, cercanía y reconocimiento por ese
gesto, y por ser esa llama que mantiene viva la presencia de John
Keats entre nosotros. A lo que añadiría, como ya dije el pasado lunes,
que alguien debería reconocerles el verdadero valor que tienen, por ser ellos el
testimonio vivo del legado de un gran poeta.
El acto
del MR acabó cuando el actor David García nos recitó el poema ¿Por
qué reí esta noche? David es un gran actor de la Sala Tribueñe de Madrid, y no
exagero cuando digo que nos puso a todos los pelos de punta y nos emocionó
sobremanera, pues su interpretación de este sentido poema de Keats,
fue sencillamente magistral.
La conmemoración
del 194 aniversario de la muerte de John Keats tuvo su colofón, que no
su punto y final, en la madrileña librería de Tipos Infames, donde tuvimos el privilegio de asistir al recital
poético de diez de los poemas más importantes del poeta inglés seleccionados
por Alejandro
Valero. Todos ellos contaron con una breve introducción con la que
intenté ilustrarlos de cara a arrojar algo de luz a los más neófitos en las
lides poéticas keatsianas. Una sinfonía de imágenes y sentimientos, con las que
cada una de las voces que intervinieron, nos hicieron sentir las poderosas alas
de la poesía; poderosas e infinitas, diría yo. Esta pléyade de valientes que
quedará en nuestro recuerdo estuvo compuesta por: Anamaría Trillo, Mayte Silvelo,
Inma Barrionuevo, Irene Polo, Mª Luisa García Budí, Ana Paszzati, Alejandro Valero
y David García.
Ángel Silvelo Gabriel.
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