Existe la posibilidad de andar
sin llegar a pisar el suelo. Y esa una de las premisas que Shinova se han marcado en
su disco, Ana y el artista temerario, pues su capacidad de plantearnos lo
imposible es definitivamente portentosa en cada una de las canciones de su
último trabajo. Volar y soñar, implican querer levitar en los límites del
infinito, y para ello, nos hace falta investir del halo de la magia aquello que
sale de nuestras entrañas, algo que Shinova consigue a través de un
caleidoscopio de matices en cada una de sus composiciones. Todas ellas nos
invitan a ese íntima necesidad de dejar de pisar el suelo. Terrenos dorados por
brillos y sensaciones, que marchan pegados a nosotros como alfombras infinitas,
solo dispuestas para acariciarnos los sueños. Anhelos disfrazados de la rabia
del amor o la necesidad de expresar la libertad sin miedo. Alzamientos nada
ingenuos de ideales eternos y universales que surcan nuestras vidas y las
canciones de Ana y el artista temerario, como si en ellas se dibujaran una
especie de diario, en el que poder verter todos y cada uno de nuestros
sentimientos y sensaciones perdidas en el tiempo de los falsos compromisos. Shinova,
ajenos a todo eso, nos proponen un rock sin adjetivos, un rock a secas en el
que tienen cabida los matices que cada uno quiera añadirle, pero al que no se
le puede añadir nada que no sea genuino. Ahí es donde el grupo vasco nos hace
mover las caderas del corazón musical que todos tenemos, y que cada uno de nosotros
sabe accionar en el momento oportuno. En este disco hay momentos (muchos) para
pulsar ese resorte que nos mueva al ritmo de unas canciones gestadas desde las
entrañas del corazón.
Artista temerario comienza con un buen juego de guitarras y
referencias a Kurt Cobain y 1998. Referencia estelar para una canción de
ritmos elevados y ejecución intensa, en la que la carga de los sueños rotos se
atribula de los buenas sensaciones sonoras entrecortadas por una batería muy
presente, lo que dota a la canción de un cuerpo extra de consistencia. Algo que
reproduce el bajo en Lo que fuimos,
donde las referencias a las mejores bandas anglosajonas de los ochenta y los
noventa es irremediable, pues el baile que posee la melodía de este tema es imparable,
directa y muy apetecible para reencontrarnos con los mejores momentos de
nuestro pasado: «siempre jóvenes», como nos recuerda la voz de una niña al
final del tema. El intenso medio tiempo de Lo
que fuimos se transforma en una subida de ritmo en La ventana del voyeur, corte en el que Shinova llama a filas a
los vendavales sonoros sustentados en una buena letra: «no he visto nada igual,
no existe nada igual/ en este mundo enfermo». Una voz, la de Gabriel,
que sube y sube, gana y gana, hasta colgarnos del infinito, esa línea del cielo
que rara vez alcanzamos. No existe un mejor antídoto, para un mundo enfermo, que
canciones como esta, La ventana del
voyeur: el gran mirón del universo; gran canción. Casi sin poder reponernos
del anterior vendaval, asistimos incrédulos a las notas de Ana. Heroína del dolor y las derrotas, que surge cual volcán desde
las tinieblas. Y Ana se rearma y sus
notas nos reconducen hacia esos clásicos (de falsas baladas) que nos calientan el
corazón y nos enfrían los pies: «nadie aplaudió, quizá te lance el sombrero
para que bailes con la lluvia/ noches de nunca acabar... maquillar una vida tan
vulgar», condenándonos a una especie de bucle del fracaso impregnado de la luz
de la música. Una luz que nos sigue iluminando en Paisajes, potente canción donde los medios tiempos se vuelven a hacer
un hueco en los ritmos de Shinova, invitándonos a cabalgar por
esas llanuras doradas teñidas por el reflejo del primer sol de la mañana, por
mucho que su letra nos hable de soledades y ausencias. Aquí Shinova
siguen inmersos en un compacto viaje de sensaciones, pues esa podría ser otra
de las definiciones de este disco: una sinuosidad de caricias que a medida que
avanza nos deja sin argumentos: «hay días que no me arrepiento, hay noches que
te echo de menos». Susurros de batallas sin final que nos siguen atrapando en Mensaje de emergencia: «había tanto que
decir», en una nueva proclama de auxilios sin muletas en las que apoyarse; una
nueva marcha de insatisfacción que nos inunda los oídos de arañazos sinfonías
rock.
Subidos en el tobogán de los
sonidos altos arrancamos en Shakespeare
in shock, sicofonías de banda americana atrincherada en las promesas de la
firmeza sonora más concluyente: «como en un laberinto sin salida, como en un
viejo deja vu». Un oleaje sonoro que
se calma con Las marcas del tiempo,
donde las sinuosidades de la contradicción se revuelven contra uno mismo: «fóllate
al destino, solo lo hacemos una vez». Sin embargo, Atlántico es otro regreso a los tonos más altos de Shinova,
donde se arropan con las mejores melodías de grupos como The Cars, pues eléctricos
y eclécticos nos conducen por la mejor senda posible de los recuerdos: «al
final quedará la señal de las huellas en la arena». Potente bajo que no se
rinde y nos vuelve a retar en las noches de cielo limpio. Alternativas que no se
producen en Los que tanto hablan,
pura denuncia de la sociedad actual perfectamente anclada en la música.
Objetivo cumplido, cabría decir: aunar música y denuncia. Atavío eléctrico que
nos lleva a Medianoche en París, puro
asedio de amor en una noche de pasión: «tú midiendo bien los tiempos, tú empañando
bien los cristales en un perfecto aquelarre». Y todo nos invita a perder el
control, justo, el acompañante perfecto, para el derroche electrizante de Shinova.
Perdidos en la pasión llegamos a Gravedad
cero, y anclados en el espacio observamos todo lo que hemos vivido a lo largo
de los doce temas que componen este Ana y el artista temerario, igual
que si estuviéramos levitando en los límites del infinito.
Ángel Silvelo Gabriel.
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