En la cárcel, rodeado de un
triste ruido y de los malhechores de la época, y como apunta Rodríguez Marín: «Allí
debió trazar y escribir su obra solo como una de sus novelas ejemplares, que acabaría
con la vuelta a casa del apaleado héroe». Apaleado o no, Miguel de Cervantes
aprovechó el prólogo de El Quijote para ajustar cuentas con Lope de Vega, pero lo
hizo apropiándose de los errores del célebre dramaturgo, para de ese modo,
hablar de sí mismo y de su obra, en contraposición con el otro, como si,
situándose frente a un espejo, fuese capaz de ver y recoger aquello que el otro
no puede ni ver ni recoger por ser todo parte de su propio excremento. Desnudo
de todo afloramiento, excepto del de sus propias palabras, Miguel de Cervantes se
despoja del amaneramiento de Lope y nos relata así cómo deber ser su prólogo: «También ha de carecer mi libro de sonetos al principio, a
lo menos cuyos autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas
celebérrimos; aunque si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo sé que
me los darían», para de esa forma, situarse frente al otro: celoso, rico, cortesano,
y reconocido y amanerado en sus artes literarias, a lo que Cervantes contrapone
su pobre acuartelamiento de poetas, y vinos descastados y sin nombre de las
peores tabernas de Sevilla, a la hora de respirar literatura con la que
alimentar su obra. Ese ser y estar con el que intenta distanciarse de sus
composiciones literarias, él lo resume muy bien cuando nos dice: «Pero yo, que,
aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la
corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como hacen
otros, lector carísimo que perdones o disimules las faltas que en este hijo
vieres... Todo lo cual te exenta y te hace libre de todo respeto y obligación»,
en una muestra muy democrática de libertad de opinión monda y lironda, y exenta de ornato, como su prólogo.
Ese
hablar de sí mismo desde los defectos del otro, ya se reproduce desde las primeras
líneas del prólogo, donde Cervantes invoca una falsa modestia a la hora de
disculparse por las faltas que su libro de caballerías pudiera tener, pues como
nos apunta: «no he podido yo contravenir a la orden de naturaleza... ¿qué
podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un
hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios».
Reivindicación personal que traslada una vez más cuando le recuerda al lector
que lo verdaderamente importante es la obra en sí misma y no lo que otros digan
de ella. El lector debe tener su propio criterio parece decirnos Cervantes en
un nuevo giro de libertad sobre sí mismo y su Quijote. Quizá, por eso busca de
nuevo auxilio en el otro a la hora de enfrentar la composición de su prólogo.
Esa figura es la del amigo que al verle pensativo le pregunta por sus desvelos.
Este, el amigo, ejerce de contrapeso en una nueva crítica hacia Lope (con quien
estaba enemistado en 1604 y 1605) y su obra, para diciendo que no conoce a
nadie de todos aquellos santos y filósofos que se referencian en los márgenes y
acotaciones de las obras de los otros, proyectarnos a través de sus palabras
todos sus conocimientos y erudiciones, para acabar este episodio de su prólogo
con una sentencia muy juiciosa: «porque yo me hallo incapaz de remediarlas —se
refiere a la falta de acotaciones—, por mi insuficiencia y pocas letras, y
porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que
digan lo que yo me sé decir sin ellos», porque, quizá, no hay como uno mismo para
proyectar sobre sus actos la mayor de las críticas o la más punzante de las
faltas. No obstante, le recuerda el amigo que siempre podrá suprimir sus miedos
haciendo él mismo sus halagos para luego bautizarlos, es decir, que referencias
de autores no le falten, así como algunas sentencias o latines que el propio Cervantes
guarde en su memoria. Un consejo que el autor del El Quijote no sigue, por supuesto,
¿o sí?. Largo discurso, el del amigo, que le da mil y una razones para que él
mismo construya su prólogo y le adorne en consecuencia, donde por no faltar que
no le falten ni los accidentes geográficos. En este sentido, y de una forma
astuta, Cervantes ejecuta su propio prólogo a través de otro sin dejar de ser
él mismo quien lo haga, en una hábil maniobra de pillo y enjundia literaria,
pues nada faltará ni falta en esta introducción, muy de la época, de tan
insigne obra. A lo que por si hacía alguna falta, el propio amigo añade: «todo
él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó
Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón», para de ese modo,
cerrar él mismo el círculo, pero sin que se note, dando una inalterable firmeza
a su posición inicial. Un discurso que acaba con una gran sentencia: «Procurad también que, leyendo vuestra
historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple
no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie,
ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la
máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y
alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco».
Donde no cabe más en menos; sabias palabras que derraman luz, mucha luz, sobre
lo que es y debe ser toda buena obra literaria que se precie, es decir, que en
la misma no se note la mano de su autor, para de esa forma, derribar la barrera
que pueda existir entre obra y lector.
Ángel Silvelo Gabriel
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