Qué hay más quijotesco hoy en día
que admitir que nos has leído El Quijote. Hoy, que precisamente nos han dicho
que los huesos encontrados en el convento de Las Trinitarias son los del inefable
D. Miguel de Cervantes Saavedra. Porque, por ser vos quien sois, no caben unas
pocas o viles palabras para definir el universo literario creado por un
servidor como usted, de la última razón existencial afincada en la
supervivencia de su familia y de sí mismo. Esta vez, de nuevo el paso del
tiempo vuelve a jugar a favor de la letras, y de aquellos que se dedicaron a
componer y soñar sin saber siquiera a dónde les conduciría esa especie de
vigilia léxica exenta de mayores honores que unos pocos vellones de cobre con
los que poder mal vivir o subsistir en el umbral de la pobreza. Menos mal, que
gracias a este hallazgo sabremos, entre otras cosas, si D. Miguel tenía barba o
no, si su pelo era fuerte y largo, si el esternón presenta las heridas de las múltiples
batallas en las que compareció, o si sus dedos eran tan finos y largos como se
supone, pues ellos fueron los culpables, y el instrumento final, con el que
dibujar las letras con las que poder desfacer entuertos, amén de los últimos y
más ingeniosos culpables de adentrarse en las oscuridades del alma humana, cual
espeleólogos especializados en abismos.
A pesar de todo, el otro día, la
aventura de las letras me llevó a dotar a uno de mis personajes de la capacidad
de transformarse en libro, y no solo eso, pues mi protagonista quiso que en
cada uno de sus brazos se pudiera leer el inicio de El Quijote de la Mancha.
Este experimento nacido de un encargo, que el caprichoso destino dejó en mi
cuenta de correo, hizo posible que a mi personaje le crecieran letras en su
cuerpo, y que en su brazo derecho se pudiera leer: En un lugar de la Mancha; y
en su brazo izquierdo: de cuyo nombre no quiero acordarme. Mi hombre libro, de
esa forma, quiso reconciliarse con mi aciago destino de lector fracturado en
los avatares del tiempo. Esa es mi última experiencia vital y literaria con el
insigne caballero, capaz de enfrentarse al gigante Briareo sin miedo a la
muerte; una entelequia difícil de entender para todos, excepto para él, pues
ese monstruo en forma de molino de viento, cuyas grandes aspas en él tenían el
efecto de unos brazos a los que tener que vencer cual héroe que nunca fue
llamado a serlo, son el símbolo de lo posible dentro de lo imposible, lo que me
lleva a preguntarme: ¿hay algo más quijotesco hoy en día que ese personaje a la
vez loco y cuerdo? Ahí está su grandeza, en su capacidad para inmiscuirse en
las podredumbres del ser humano y de esa forma atisbar y proporcionar algo de
luz en el otro, en un efecto espejo digno de alabar.
Ángel Silvelo Gabriel
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