«Todo está entre el pecho y la
vagina. Todo lo importante», nos recuerda Luna Miguel en el poema Definición del vientre. Ahí, es verdad,
se encuentran las entrañas que curan nuestros rasguños y acrecientan nuestras
heridas. Sin embargo, el dolor..., el dolor precisa de las preguntas sin
respuesta, de la mirada de un pájaro disecado o de ese innecesario e imposible
paseo por la nubes. La realidad, transformada y absurda que nada cura, pero que
todo lo puede. Lo imposible en lo posible, y así, hasta llegar a esa íntima
necesidad de desentrañar la esencia del testamento de la vida que se pierde en
cada latido del corazón, en cada recuerdo, en cada mirada. Todo se borra,
excepto el ADN de nuestros sentimientos, esos que luchan hasta más allá del
final. Es verdad, siempre nos quedarán las palabras, aquellas que un día
garabateamos sobre un papel, y gracias a ellas, siempre podremos seguir excavando
ese agujero; el hueco del dolor al que nadie está invitado salvo uno mismo. Ahí
es dónde podemos mirarnos a la cara, porque no hay espejos, y dónde podremos
construir nuestro refugio: el del alma. El dolor es un víscera de animal y
también el arañazo de un gato, pero también es el cadáver de una paloma o los
restos de cerdo embutido en bolsas de plástico, como si todo formase parte del
gran festín del mundo en destrucción, del desecho, de aquello que ya no sirve, lo
mismo que, para el resto del mundo, representa una vida que se va. A nadie
importa salvo a nosotros y a nuestro dolor. Ahí acampamos firmes frente a la
ventisca, derramamos nuestro llanto «quiero adelgazar llorando», y retamos a
todas las fuerzas de la naturaleza que un día nos hicieron felices sin
enseñarnos que tendríamos que crecer llorando. ¿Dónde está ese último reflejo
de la felicidad o la versión más sublime de una vida dedicada a la literatura y
la poesía? Y en cada verso nos vamos desangrando, y en cada poema vamos
construyendo esas melodías sin ti que nos unirán para siempre en el silencio de
una noche que a nadie más pertenece. El dolor que se transforma en ese amor,
también se encuentra entre el pecho y la vagina, y sin embargo, no entiende del
tiempo. No hay coordenadas físicas para ese amor que se desplaza por el aire,
que se transforma en pura esencia... A veces, los hombres se convierten en
animales, y estos, a su vez, en plantas, flores o simplemente en el recuerdo de
una hoja de un árbol. Meat is murder
nos recordaba un joven Morrissey en The Smiths. Sin embargo, aquí
la carne no es siempre pecado, sino recuerdo de los días sin sol, de las bolsas
azules repletas de líquidos incoloros, y de los sonidos sordos que emiten
nuestros latidos cuando esconden su dolor. Los estómagos de Luna
Miguel son ese espacio entre el pecho y la vagina donde todo cabe, cual
bolsa infinita del tiempo y la vida, pero que también representan ese último
grito de dolor que busca en el eco su porqué. Atrapados en ese miedo que, nadie
más que nosotros llegamos a comprender, cruzamos el límite de lo posible, ese
territorio donde las praderas crecen en primavera y donde el sol sale cada
mañana. No obstante, no hay respuesta a esa pregunta que nos resquebraja por
dentro, porque ese mundo que nace con el nuevo día no es el nuestro, pues el mundo
dejó de ser aquello que era.
Los estómagos de Luna
Miguel se divide en cuatro partes más un anexo, en los que asistimos al
universo poético de una joven poeta que ha sido obligada a deambular por el
territorio de los extraños. A través
de cada una de esas partes, asistimos al íntimo proceso del dolor que busca su
propia catarsis: la de la nueva vida. El final de una vida siempre conlleva el
inicio de otra, justo aquella que nunca imaginamos que deberíamos vivir, pero a
la que el destino nos ha llevado, cual fuerza sobrenatural, invencible e
infinita. Los rasgos poéticos de Luna Miguel, en este caso, giran en torno
al dolor y a su expiación, y ella lo hace a través de su propia voz y la de otros
que la han acompañado y la acompañarán a lo largo de sus días. Sombras que se
adhieren a su piel, como si fueran uno más de sus gatos, recientemente
reconvertidos en perros románticos. No cabe un testamento más duro y bello a la
vez que el último poema de este poemario: «Ana,/ ahora te presento a tu hija
que ladra:/ por ti fabricó barcos de papel,/ después, aprendió a quemarlos».
Ángel Silvelo Gabriel.
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