¿Es el poeta el único capaz de atrapar ese reflejo que nadie más que él ve? Quizá sí, pero para Pessoa
esto no fue suficiente y necesitó más bien de otros (sus famosos heterónimos),
para expresar lo que su desbordante imaginación le iba mostrando. Esa compleja
personalidad que, a medida que pasaba el tiempo, fue como una gran tela de
araña que le aisló del mundo, se transformó en la única salida que el autor
portugués encontró a la hora dar salida a sus inquietudes artísticas hasta el
final de sus días. Pessoa era el hombre que caminaba por la calle sin mojarse los
pies en los charcos, en una especie de levitación que le llevaba a abstraerse
de todo aquello que le rodeaba, excepto de ese otro lugar que él se recreaba a
sí mismo constantemente. Esa especie de altanería se muestra muy bien a lo
largo de estos Diarios que, comienzan con la pulcritud de un joven de apenas
dieciocho años enredado entre su formación académica y sus múltiples y vertiginosas
lecturas, pues era capaz de llegar a leerse varios libros en un día. Ahí es
donde ya empezamos a vislumbrar esa necesidad tan suya de tener infinidad de
proyectos iniciados que, sin embargo, raramente acababa. Esta especie de totum revolutum creativo, es el que se
va a encontrar tras su muerte en el gran baúl donde guardaba los escritos que
él consideraba como más valiosos, y que no vieron la luz en vida del autor (la
base, entre otros, de su famoso Libro del desasosiego). En este
sentido, Pessoa se excusaba diciendo a aquel que quisiera escucharle que,
primero, no tenía dinero para publicar, y después, que tenía el convencimiento
que no había lectores capaces de entender sus escritos. Poesía, narrativa,
psicología, filosofía, artículos de prensa cultural, política, etc. Todo
aquello que pudiera tener entrada en su cabeza buscaba refugio en su universo
creativo. Esa descomunal capacidad para ocuparse del resto del mundo, fue lo
que le llevó a olvidarse de sí mismo y a abatir su soledad en su faceta literaria.
Un matiz que expresa magníficamente en este párrafo, cuando dice, “los antiguos navegantes tenían una frase
gloriosa: navegar es necesario, vivir no es necesario. El espíritu de esta
frase es válido para mí, transformando la forma de adecuarse a lo que yo soy.
Vivir no es necesario, lo necesario es crear”. Un pensamiento que va
encontrando su propia forma cuando en 1912 expresa: “soy la sombra de mí mismo, en busca de aquello que es sombra. A veces
me detengo al borde de mí mismo y me pregunto si soy un loco o un misterio muy
misterioso”. Ahí ya están presentes sus heterónimos más conocidos que, en
1915, comienzan a tomar nombre propio.
Sin embargo, todo esto ya es
sabido para aquellos que en alguna ocasión se hayan acercado a la obra del
artista portugués. De ahí, que uno de los valores a destacar de este Fernando
Pessoa, Diarios, editado por Gadir, es mostrarnos la imagen del Pessoa
más joven que se va modelando poco a poco en el escritor y poeta total que
llegó a ser al final de su existencia. Los Diarios empiezan en 1906, cuando él apenas
contaba con la edad de dieciocho años y estudiaba, pero poco importa su
juventud, pues estos comienzan con la rotundidad de una persona madura: “y entonces, ¿qué es el hombre, por sí
mismo, sino un insecto fútil que zumba mientras se estrella contra el cristal
de una ventana?”; una metáfora acerca del verdadero conocimiento que más
adelante le lleva a afirmar: “algunos se
alejan de la cristalera en sentido opuesto, hacia atrás, y gritan, al darse
cuenta de que no chocan contra el cristal, que no está tras ellos: hemos
pasado”. Para añadir en el siguiente párrafo, una declaración cuando menos
sublime de lo que es la belleza y ser poeta: “soy un poeta impulsado por la filosofía, no un filósofo con cualidades
poéticas. Me fascinaba observar la belleza de las cosas y dibujar lo
imperceptible, lo minúsculo, lo que define el alma poética del universo”.
Una búsqueda de la belleza que le lleva a
decir: “el artista debe ser
hermoso y elegante, porque quien admira la belleza no debe carecer de ella…
¿quién podría, al observar los retratos de Shelley, de Keats, de Byron, de
Milton o de Poe, dudar de que fueron poetas? Todos eran hermosos, todos eran
queridos y admirados, y conservaban la calidez de vivir y la alegría divina,
tanto como le es posible a un poeta, o a cualquier hombre”.
Más allá de la belleza, Pessoa
siempre tuvo una innata inclinación hacia lo misterioso; una cualidad de su
personalidad que más adelante le llevaría hacia la astrología, el ocultismo, el
misticismo y la masonería. Un rasgo que se deja traslucir perfectamente en este
declaración de 1907: “el primer alimento
literario de mi infancia fueron los numerosos relatos de misterio y horribles
aventuras. A los libros que se suelen llamar infantiles y tratan de experiencias
emocionantes nunca les presté atención. Nunca me identifiqué con la vida
saludable y natural. No me fascinaba lo probable sino lo imposible, y no lo
imposible por grado, sino por naturaleza.
Mi infancia fue tranquila, mi educación adecuada. Pero desde que tengo
conciencia de mí mismo, he percibido en mí una tendencia innata a la mistificación,
a la mentira del arte. Añádase a esto un gran amor por lo espiritual, por lo
misterioso, por lo oscuro, que, después de todo, no es sino una variante de ese
primer rasgo de mí mismo, y mi personalidad queda completamente descubierta
ante la intuición”.
Intuición o no, Pessoa
a lo largo de su vida fue describiéndonos una ruta hacia ese aislamiento final
que presidió sus días, repartidos entre los cafés, su afición al aguardiente, su
falta de dinero que, a veces, le dejaba sin comer o sin cenar y sin amigos con
los que discutir. Una impermeabilidad que se refleja muy bien en esta frase: “todos mis libros son obras de referencia.
Sólo leo a Shakespeare para consultar la problemática de Shakespeare. Lo demás
ya lo conozco.
He descubierto que la lectura es una forma de soñar esclavizada. Si he
de soñar, ¿por qué no soñar mis propios sueños?”
En definitiva, Fernando
Pessoa, Diarios, es una magnífica muestra de todo aquello en lo que el
autor portugués ahondó a lo largo de su vida, es decir, en ser y en
transformarse en el más puro y diáfano reflejo de sí mismo.
Ángel Silvelo Gabriel.
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