No hay nada más conmovedor y
perturbador, a la vez, que ver a Bruce Dern perdido en el arcén de
una autovía o en la acera de una calle desconocida, pues su figura, sus
movimientos y su actitud ante la vida, se asemejan demasiado a las de un
hidalgo del estilo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha en su lucha
por un sueño. En una sociedad a la que se le ha despojado de la virtud de los
sueños, y que está más necesitada que nunca de historias donde una aparente
locura se transforme en algo más, quizá en la más bella de las derrotas, la
película Nebraska es un lienzo lleno de esperanza, por más que esté
pintado con los colores que mejor definen los contrastes de la soledad, igual
que si nuestras vidas no fueran sino un ligero obstáculo del viento que mece
los frutos de las tierras de labor sin llegar a depositarse en ninguna de
ellas. Una vez más (en la reciente, Agosto de John Wells, también
sucedía) asistimos absortos ante la belleza de la naturaleza: sobria, sabia e inmune
ante el paso del tiempo y que, en Nebraska, también se convierte en el
gran contrapunto de la exigua existencia del ser humano a través de unas
bellísimas instantáneas que nos hacen sentirnos más libres, como solo nos ocurre
al salir del vientre materno. Su poder, es verdad, lo realza la exuberante
fotografía en blanco y negro que adorna a toda la película, y que sin apenas
darnos cuenta, nos despoja de todo lo superfluo desde el primer fotograma. En
este sentido, al horizonte, al sol, a las tierras de labor e incluso a los
árboles, no les hace falta dar grandes saltos, sino tan solo permanecer en
silencio, en una especie de mutismo infinito. Un silencio que, en este caso, se
asemeja mucho al del protagonista Woody
(un soberbio Bruce Dern) que, afronta con grandes dosis épicas, el reto de
ir a cobrar un premio inexistente de un millón de dólares; una entelequia a la
que él hace frente como si fuera su última aventura, cual cowboy despojado de
sus cartucheras. El heroísmo de las personas anónimas y de esa otra América no
profunda, sino profundamente olvidada, se dan la mano en este lírico, melancólico
y conmovedor retrato de la soledad, donde Alexander Payne de nuevo se detiene
en la aparente y oscura normalidad del ser humano (A propósito de Schmidt o Entre
copas). Sin embargo, a poco que uno muestre un poco de sensibilidad, y
se pare a reflexionar sobre lo verdaderamente importante que nos sucede a lo largo
de la vida, se dará cuenta del auténtico significado de la señal de petición de
ayuda que Woody emite en silencio y
en forma de tozuda locura, pues lo que para el resto del mundo representa nada
más que irracionalidad, no es sino un grito de silencio en lo más profundo de
su alma, que solo se refleja en forma de eco en el falso certificado con un
premio de un millón de dólares que lleva guardado y grabado cerca del corazón.
Entonces, ¿quiénes son los cuerdos, Woody
o el resto de su familia y amigos? Una cuestión esta, que no admite discusión y
que queda claramente resuelta cuando el director nos muestra las relaciones
familiares de los Grant.
Además, Nebraska es también el
reencuentro entre un padre y un hijo, donde asistimos a esas necesarias dosis
de ternura que, al final, los más jóvenes vierten sobre el carácter desgastado
de sus progenitores. Unas difíciles relaciones paterno-filiales que, como las aristas
de un cubo, buscan cobijo en el silencioso paso del tiempo, pero que sin
embargo, se redimen cuando esa otra virtud que posee el ser humano como es la
bondad, a veces las doblega. Reencontrarse en este caso es claudicar ante un
destino, quizá el final, pero también es hacerlo primero ante uno mismo, para
luego poderle dar la mano al otro, como mejor signo de poder descansar en paz y
evitar el sempiterno contraste de la soledad al que nos condena el día a día.
Ángel Silvelo Gabriel.
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