¿Qué era de nosotros cuando éramos felices y no necesitábamos mentir?. La mentira es una bandera que hoy parece la más grande de las verdades, porque a todos se nos ha metido en la cabeza que la verdad por sí sola no se mantiene en pie. Este juego de las medias verdades es el que David O. Russell nos impone en La gran estafa americana.
Cabaret de máscaras sin careta, o de promesas huecas que sabemos, nada más
pronunciarlas, que nunca las llegaremos a cumplir. Si bien es verdad que el
intento de contarnos ese lado oscuro del ser humano se deja llevar por la
proximidad de las personas anónimas que necesitan de dosis extra de su propia
inventiva para salir adelante en sus grises y erradas existencias, no es menos cierto
que cualquiera que sea el planteamiento inicial de toda historia, esta debe
contener algo de alma en la que sustentarse por muy oculta que se encuentre,
porque en este mapa de deseos ocultos todo sería más llevadero si su discurso
narrativo tuviese el impacto visual e icónico de su primer plano secuencia, donde
Christian
Bale se pega la peluca con pegamento. Directo y contundente como pocos,
este inicio ya nos pone en preaviso de lo que veremos más adelante, pues señoras
y señores, nada es lo que parece. Es cierto que el pasen y vean de la primera
parte de la película se nutre de inteligentes y bien llevados flashback que nos
dan la información suficiente para seguir las huellas de la trama, pero salvado
este falso espejismo que enseguida se diluye, el empuje inicial se pierde ante
la falta de fuerza de un guión lleno de pequeños y falsos artilugios que
naufraga sobre todo en el final, donde el justiprecio de la verdad sale a
relucir como aquel precio que estamos dispuestos a pagar con tal de llevar una
vida de verdad, sin caretas ni trampas. Entonces, ¿qué ocurriría si solo
jugásemos al juego de la verdad, sin tener ese comodín bajo la manga llamado
redención?
El final de los años setenta, su
estrambótica estética (vista desde el catalejo que nos permite observarla casi
cuarenta años después) y la más que acertada banda sonora repleta de momentos
mágicos acompañados con sus inconfundibles pases de baile siempre unidos a las
lentejuelas y falsos brillos, son sin duda el esqueleto visual perfecto para
este película, que si por algo se caracteriza, además de por su fallido guión, es
por el gran reparto de actores que tiene en sus papeles principales. Christian
Bale está asombroso en su papel de timador de pequeña monta que en el
fondo tiene buen corazón, cuyo alma gemela Amy Adams, se muestra tan explosiva
como guerrillera en un conflicto en el que no existen las trincheras. Una
ausencia de reticencias que en apariencia tampoco tiene Jennifer Lawrence, pero
que nos deja sin la posibilidad de argumentar nada en su contra cuando nos
despliega, con grandes dotes interpretativos, ese bello e inofensivo universo
en el que se halla perdida. Todo lo contrario que Bradley Cooper,
histriónico, ambicioso y narcisista, que en su ensimismamiento compulsivo solo
es capaz de salvarse a sí mismo, pero no a la sociedad a la que defiende a
través de su cargo como agente del FBI.
En definitiva, La gran estafa
americana es una nueva denuncia que pone en tela de juicio la sociedad que entre
todos hemos construido, pero en la que algunos solo han sabido ver el juego de
las medias verdades, esas que solo satisfacen a los falsos egos de los falsos
dioses de una sociedad enferma de unos no menos falsos mandamientos.
Ángel Silvelo Gabriel.
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